quarta-feira, 26 de setembro de 2012

Benedict XVI : The Liturgy is the school of prayer where God Himself teaches us to pray.

“La correcta opción del Concilio”: el Papa habla sobre la Sacrosanctum Concilium

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En la audiencia general que, como cada miércoles, se celebró hoy en el Vaticano, el Papa Benedicto XVI, prosiguiendo la serie de catequesis sobre la oración, se refirió a la Liturgia y, en particular, a la Constitución Sacrosanctum Concilium, el primer documento aprobado por los padres conciliares el 4 de diciembre de 1963. Ofrecemos nuestra traducción de amplios pasajes de la catequesis papal.
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[…] A este punto, después de una larga serie de catequesis sobre la oración en la Escritura, podemos preguntarnos: ¿cómo puedo dejarme formar por el Espíritu Santo y así ser capaz de entrar en la atmósfera de Dios, de orar con Dios? ¿Cuál es esta escuela en la que Él me enseña a rezar, viene en ayuda de mi dificultad en dirigirme de modo correcto a Dios?

La primera escuela para la oración - lo hemos visto en estas semanas – es la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura. La Sagrada Escritura es un permanente diálogo entre Dios y el hombre, un diálogo progresivo en el cual Dios se muestra cada vez más cercano, en el cual podemos conocer cada vez mejor su rostro, su voz, su ser; y el hombre aprende a aceptar, a conocer a Dios, a hablar con Dios. Por lo tanto, en estas semanas, leyendo la Sagrada Escritura, hemos buscado, desde la Escritura, por este diálogo permanente, aprender cómo podemos entrar en contacto con Dios.

Hay todavía otro precioso “espacio”, otra preciosa “fuente” para crecer en la oración, una fuente de agua viva en estrechísima relación con la precedente. Me refiero a la liturgia, que es un ámbito privilegiado en el que Dios habla a cada uno de nosotros, aquí y ahora, y espera nuestra respuesta.

¿Qué es la liturgia? Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica – subsidio siempre precioso, diría indispensable – podemos leer que originariamente la palabra “liturgia” significa “servicio por parte del pueblo y a favor del pueblo” (n. 1069). Si la teología cristiana tomó este vocablo del mundo griego, lo hizo obviamente pensando en el nuevo Pueblo de Dios nacido de Cristo que ha abierto sus brazos en la Cruz para unir a los hombres en la paz del único Dios. “Servicio a favor del pueblo”, un pueblo que no existe por sí mismo sino que se ha formado gracias al Misterio Pascual de Jesucristo. […]

El Catecismo indica además que “en la tradición cristiana (la palabra `liturgia´) quiere significar que el Pueblo de Dios participa en la obra de Dios” (n. 1069), porque el pueblo de Dios como tal existe sólo por obra de Dios.

Esto nos lo ha recordado el desarrollo mismo del Concilio Vaticano II, que comenzó sus trabajos, cincuenta años atrás, con la discusión del esquema sobre la Sagrada Liturgia, aprobado luego solemnemente el 4 de diciembre de 1963, el primer texto aprobado por el Concilio. Que el documento sobre la liturgia fuese el primer resultado de la asamblea conciliar tal vez por algunos fue considerado una casualidad. Entre muchos proyectos, el texto sobre la sagrada liturgia pareció ser el menos controvertido y, precisamente por esto, capaz de constituir una especie de ejercicio para aprender la metodología del trabajo conciliar.

Pero, sin ninguna duda, lo que a primera vista puede parecer una casualidad, se ha demostrado la opción más correcta, también a partir de la jerarquía de los temas y de las tareas más importantes de la Iglesia. Comenzando, de hecho, con el tema de la “liturgia”, el Concilio puso de relieve de modo muy claro el primado de Dios, su prioridad absoluta. En primer lugar Dios: precisamente esto nos dice la opción conciliar de partir de la liturgia. Donde la mirada sobre Dios no es determinante, toda otra cosa pierde su orientación. El criterio fundamental para la liturgia es su orientación a Dios, para poder así participar en su misma obra.

Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿cuál es esta obra de Dios a la cual estamos llamados a participar? La respuesta que nos ofrece la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia es aparentemente doble. En el numero 5 nos indicia, de hecho, que la obra de Dios son las acciones históricas que nos llevan a la salvación, culminante en la Muerte y Resurrección de Jesucristo; pero en el número 7, la misma Constitución define precisamente la celebración de la liturgia como “obra de Cristo”. En realidad, estos dos significados están inseparablemente vinculados. Si nos preguntamos quién salva al mundo y al hombre, la única respuesta es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, Crucificado y Resucitado. ¿Y dónde se hace actual para nosotros, para mí hoy, el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, que trae la salvación? La respuesta es: en la acción de Cristo a través de la Iglesia, en la liturgia, en particular en el Sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial del Hijo de Dios, que nos ha redimido; en el Sacramento de la Reconciliación, en el que se pasa de la muerte del pecado a la vida nueva; y en los otros actos sacramentales que nos santifican (cfr. Presbyterorum ordinis, 5). Así, el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo es el centro de la teología litúrgica del Concilio.

Hagamos otro breve paso y preguntémonos: ¿de qué modo se hace posible esta actualización del Misterio Pascual de Cristo? El beato Papa Juan Pablo II, a 25 años de la Constitución Sacrosanctum Concilium, escribió: “Para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas. La Liturgia es, por consiguiente, el «lugar» privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien El envió, Jesucristo (cf. Jn 17, 3)” (Vicesimus quintus annus, n.7). En la misma línea, leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica así: “Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras” (n. 1153).

Por lo tanto, la primera exigencia para una buena celebración litúrgica es que sea oración, diálogo con Dios, en primer lugar escucha y luego respuesta. San Benito, en su Regla, hablando de la oración de los salmos, indica a los monjes: mens concordet vocis, “la mente concuerde con la voz”. El Santo enseña que en la oración de los Salmos las palabras deben preceder a nuestra mente. Habitualmente no ocurre así, primero debemos pensar y luego, cuando hemos pensando, se convierte en palabra. Aquí, en cambio, en la liturgia, es al revés: la palabra precede. Dios nos ha dado la palabra y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; nosotros debemos entrar en el interior de las palabras, en su significado, acogerlas en nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; así nos convertimos en hijos de Dios, similares a Dios.

Como recuerda la Sacrosanctum Concilium, para asegurar la plena eficacia de la celebración “es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano” (n.11). Elemento fundamental, primario, del diálogo con Dios en la liturgia es la concordancia entre lo que decimos con los labios y lo que llevamos en el corazón. Entrando en las palabras de la gran historia de la oración nosotros mismos somos conformados al espíritu de estas palabras y nos hacemos capaces de hablar con Dios.

En esta línea, quisiera hacer referencia sólo a uno de los momentos que, durante la misma liturgia, nos llama y nos ayuda a encontrar esta concordancia, este conformarnos a lo que escuchamos, decimos y hacemos en la celebración de la liturgia. Me refiero a la invitación que formula el celebrante antes de la Plegaria Eucarística: “Sursum corda”, levantemos nuestros corazones por sobre la maraña de nuestras preocupaciones, nuestros deseos, nuestras angustias, nuestra distracción.

Nuestro corazón, lo íntimo de nosotros mismos, debe abrirse dócilmente a la Palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las palabras mismas que escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse hacia el Señor, que está en medio de nosotros: es una disposición fundamental.

Cuando vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón es como sustraído a la fuerza de gravedad, que lo impulsa hacia abajo, y se eleva interiormente hacia lo alto, hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar” (n. 2655): altare Dei est cor nostrum.

Queridos amigos, celebramos y vivimos bien la liturgia sólo si permanecemos en actitud orante, no si queremos “hacer algo”, hacernos ver o actuar, sino si orientamos nuestro corazón a Dios y estamos en actitud de oración uniéndonos al Misterio de Cristo y a su diálogo de Hijo con el Padre. Dios mismo nos enseña a rezar, afirma San Pablo. Él mismo nos ha dado las palabras adecuadas para dirigirnos a Él, palabras que encontramos en el Salterio, en las grandes oraciones de la sagrada liturgia y en la misma Celebración eucarística. Pidamos al Señor ser cada día más conscientes del hecho de que la Liturgia es acción de Dios y del hombre; oración que brota del Espíritu Santo y de nosotros, interiormente dirigida al Padre, en unión con el Hijo de Dios hecho hombre (cfr. Catecismo dela Iglesia Católica, n. 2564).
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The Liturgy is the school of prayer where God Himself teaches us to pray. But in order to celebrate the Liturgy well, to really experience the re-enactment of Christ’s Paschal Mystery we must make our hearts God’s Altar and understand that the Liturgy is the action of God and of man, as the Second Vatican Council teaches us. Emer McCarthy reports:
In his latest instalment in his cycle on the School of Prayer, Pope Benedict XVI dedicated his Wednesday audience to prayer and the liturgy.
Below a Vatican Radio translation of the Holy Father’s catechesis:
Dear Brothers and Sisters,
in recent months we have made a journey in the light of the Word of God, to learn to pray in a more authentic way by looking at some great figures in the Old Testament, the Psalms, the Letters of St. Paul and the Book of Revelation, but also looking at unique and fundamental experience of Jesus in his relationship with the Heavenly Father. In fact, only in Christ, is man enabled to unite himself to God with the depth and intimacy of a child before a father who loves him, only in Him can we turn in all truth to God and lovingly call Him “Abba! ! Father. ” Like the Apostles, we too have repeated and we still repeat to Jesus, “Lord, teach us to pray” (Lk 11:1).
In addition, in order to live our personal relationship with God more intensely, we have learned to invoke the Holy Spirit, the first gift of the Risen Christ to believers, because it is he who “comes to the aid of our weakness; for we do not know how to pray as we ought,”(Romans 8:26).
At this point we can ask: how can I allow myself to be formed by the Holy Spirit? What is the school in which he teaches me to pray and helps me in my difficulties to turn to God in the right way? The first school of prayer which we have covered in the last few weeks is the Word of God, Sacred Scripture, Sacred Scripture in permanent dialogue between God and man, an ongoing dialogue in which God reveals Himself ever closer to us. We can better familiarize ourselves with his face, his voice, his being and the man learns to accept and to know God, to talk to God. So in recent weeks, reading Sacred Scripture, we looked for this ongoing dialogue in Scripture to learn how we can enter into contact with God.
There is another precious “space”, another valuable “source” to grow in prayer, a source of living water in close relation with the previous one. I refer to the liturgy, which is a privileged area in which God speaks to each of us, here and now, and awaits our response.
What is the liturgy? If we open the Catechism of the Catholic Church – an always valuable and indispensable aid especially in the Year of Faith, which is about to begin – we read that originally the word “liturgy” means ” service in the name of/on behalf of the people” (No. 1069) . If Christian theology took this word from the Greek world, it did so obviously thinking of the new People of God born from Christ opened his arms on the Cross to unite people in the peace of the one God. “service on behalf of the people ” a people that does not exist by itself, but that has been formed through the Paschal Mystery of Jesus Christ. In fact, the People of God does not exist through ties of blood, territory or nation, but is always born from the work of the Son of God and communion with the Father that He obtains for us.
The Catechism also states that “in Christian tradition (the word” liturgy “) means the participation of the People of God in “the work of God.” Because the people of God as such exists only through the action of God.
The very development of the Second Vatican Council reminds us of this. It began its work, fifty years ago, with the discussion of the draft on the Sacred Liturgy, solemnly approved on December 4, 1963, the first text approved by the Council. The fact that document on the liturgy was the first result of the conciliar assembly was perhaps considered by some a chance occurrence. Among the many projects, the text on the sacred liturgy seemed to be the least controversial, and, for this reason, seen as an exercise in the methodology of conciliar work. But without a doubt, what at first glance seemed a chance occurrence, proved to be the right choice, starting from the hierarchy of themes and most important tasks of the Church. By beginning, with the theme of “liturgy” the primacy of God, his absolute priority was clearly brought to light. God before all things: the Council’s choice of starting from the liturgy tells us precisely this. Where God’s gaze is not decisive, everything else loses its direction. The basic criterion for the liturgy is its orientation to God, so that we can share in His work.
But we may ask: what is this work of God that we are called to participate in? The answer offered us by Conciliar Constitution on the sacred liturgy is apparently double. At number 5 it tells us, in fact, that the works of God are His historical actions that bring us salvation, culminating in the death and resurrection of Jesus Christ; but in number 7, the Constitution defines the celebration of the liturgy as “the work of Christ. ” In reality, the two meanings are inseparably linked. If we ask ourselves who saves the world and man, the only answer is Jesus of Nazareth, Lord and Christ, Crucified and Risen. And where does the Mystery of the Death and Resurrection of Christ, that brings salvation it becomes present and real for us, for me today ? The answer is the action of Christ through the Church, in the liturgy, especially in the Sacrament of the Eucharist, which makes real and present this sacrificial offering of the Son of God, who has redeemed us, in the Sacrament of Reconciliation, through which we pass from the death of sin to new life, and in the other sacramental acts that sanctify us (cf. PO 5). Thus, the Paschal Mystery of the Death and Resurrection of Christ is the centre of liturgical theology of the Council.
Let’s take a step further and ask ourselves: how is this re-enactment of the Paschal Mystery of Christ made possible? Blessed John Paul II, 25 years after the Constitution Sacrosanctum Concilium, wrote: ” In order to reenact his Paschal Mystery, Christ is ever present in his Church, especially in liturgical celebrations. (27). Hence the Liturgy is the privileged place for the encounter of Christians with God and the one whom he has sent, Jesus Christ (cf Jn 17:3). “(Vicesimus quintus annus, n. 7). Along the same lines we read in the Catechism of the Catholic Church: ” A sacramental celebration is a meeting of God’s children with their Father, in Christ and the Holy Spirit; this meeting takes the form of a dialogue, through actions and words.” (n. 1153). Therefore, the first requirement for a good liturgical celebration is that both prayer and conversation with God, first listening and then answering. St. Benedict, in his “Rule”, speaking of the prayer of the Psalms, indicates to the monks: mens concordet voci, “may the mind agrees with the voice.” The Saint teaches that the prayer of the Psalms, the words must precede our mind. Usually it does not happen this way, first one has to think and then what we have thought, is converted into speech. Here, however in the liturgy it is the inverse, the words come first. God gave us the Word and the Sacred Liturgy gives us the words, and we must enter into their meaning, welcome them within us, be in harmony with them. Thus we become children of God, similar to God. As noted in the Sacrosanctum Concilium, to ensure the full effectiveness of the celebration ” it is necessary that the faithful come to it with proper dispositions, that their minds should be attuned to their voices, and that they should cooperate with divine grace lest they receive it in vain “(n. 11). The correlation between what we say with our lips and what we carry in our hearts is essential, fundamental, to our dialogue with God in the liturgy.
In this line, I just want to mention one of the moments that, during the liturgy calls us and helps us to find such a correlation, this conforming ourselves to what we hear, say and do in the liturgy. I refer to the invitation the Celebrant formulates before the Eucharistic Prayer: “Sursum corda,” we lift up our hearts outside the tangle of our concerns, our desires, our anxieties, our distraction. Our heart, our intimate selves, must open obediently to the Word of God, and gather in the prayer of the Church, to receive its orientation towards God from the words that it hears and says. The heart’s gaze must go out to the Lord, who is among us: it is a fundamental requirement.
When we experience the liturgy with this basic attitude, it is as if our heart is freed from the force of gravity, which drags it down, and from within rises upwards, towards truth and love, towards God. As the Catechism of the Catholic Church recalls: ” In the sacramental liturgy of the Church, the mission of Christ and of the Holy Spirit proclaims, makes present, and communicates the mystery of salvation, which is continued in the heart that prays. The spiritual writers sometimes compare the heart to an altar. “(No. 2655): altare Dei est cor nostrum.
Dear friends, we celebrate and live the liturgy well only if we remain in an attitude of prayer, united to the Mystery of Christ and his dialogue as the Son with the Father. God Himself teaches us to pray, as St. Paul writes (cf. Rom 8:26). He Himself has given us the right words to hear to Him, words that we find in the Psalter, in the great prayers of the liturgy and in the same Eucharistic celebration. We pray to the Lord to be ever more aware of the fact that the liturgy is the action of God and man; prayer that rises from the Holy Spirit and ourselves, wholly directed to the Father, in union with the Son of God made man (cf. Catechism the Catholic Church, n. 2564).

BENEDETTO XVI:La Liturgia, scuola di preghiera: il Signore stesso ci insegna a pregare


CATECHESI DEL SANTO PADRE: AUDIO INTEGRALE DI RADIO VATICANA
UDIENZA GENERALE: VIDEO INTEGRALE

La Liturgia, scuola di preghiera: il Signore stesso ci insegna a pregare

Cari fratelli e sorelle,

in questi mesi abbiamo compiuto un cammino alla luce della Parola di Dio, per imparare a pregare in modo sempre più autentico guardando ad alcune grandi figure dell’Antico Testamento, ai Salmi, alle Lettere di san Paolo e all’Apocalisse, ma soprattutto guardando all’esperienza unica e fondamentale di Gesù, nel suo rapporto con il Padre celeste.
In realtà, solo in Cristo l’uomo è reso capace di unirsi a Dio con la profondità e la intimità di un figlio nei confronti di un padre che lo ama, solo in Lui noi possiamo rivolgerci in tutta verità a Dio chiamandolo con affetto “Abbà! Padre!”. Come gli Apostoli, anche noi abbiamo ripetuto in queste settimane e ripetiamo a Gesù oggi: «Signore, insegnaci a pregare» (Lc 11,1).
Inoltre, per apprendere a vivere ancora più intensamente la relazione personale con Dio abbiamo imparato a invocare lo Spirito Santo, primo dono del Risorto ai credenti, perché è Lui che «viene in aiuto alla nostra debolezza: da noi non sappiamo come pregare in modo conveniente» (Rm 8,26), dice san Paolo, e noi sappiamo come abbia ragione.
A questo punto, dopo una lunga serie di catechesi sulla preghiera nella Scrittura, possiamo domandarci: come posso io lasciarmi formare dallo Spirito Santo e così divenire capace di entrare nell'atmosfera di Dio, di pregare con Dio? Qual è questa scuola nella quale Egli mi insegna a pregare, viene in aiuto alla mia fatica di rivolgermi in modo giusto a Dio?
La prima scuola per la preghiera - lo abbiamo visto in queste settimane - è la Parola di Dio, la Sacra Scrittura. La Sacra Scrittura è un permanente dialogo tra Dio e l'uomo, un dialogo progressivo nel quale Dio si mostra sempre più vicino, nel quale possiamo conoscere sempre meglio il suo volto, la sua voce, il suo essere; e l'uomo impara ad accettare di conoscere Dio, a parlare con Dio. Quindi, in queste settimane, leggendo la Sacra Scrittura, abbiamo cercato, dalla Scrittura, da questo dialogo permanente, di imparare come possiamo entrare in contatto con Dio.
C’è ancora un altro prezioso «spazio», un’altra preziosa «fonte» per crescere nella preghiera, una sorgente di acqua viva in strettissima relazione con la precedente. Mi riferisco alla liturgia, che è un ambito privilegiato nel quale Dio parla a ciascuno di noi, qui ed ora, e attende la nostra risposta.
Che cos’è la liturgia? Se apriamo il Catechismo della Chiesa Cattolica - sussidio sempre prezioso, direi indispensabile – possiamo leggere che originariamente la parola «liturgia» significa «servizio da parte del popolo e in favore del popolo» (n. 1069). Se la teologia cristiana prese questo vocabolo del mondo greco, lo fece ovviamente pensando al nuovo Popolo di Dio nato da Cristo che ha aperto le sue braccia sulla Croce per unire gli uomini nella pace dell’unico Dio. «Servizio in favore del popolo», un popolo che non esiste da sé, ma che si è formato grazie al Mistero Pasquale di Gesù Cristo. Di fatto, il Popolo di Dio non esiste per legami di sangue, di territorio, di nazione, ma nasce sempre dall’opera del Figlio di Dio e dalla comunione con il Padre che Egli ci ottiene.
Il Catechismo indica inoltre che «nella tradizione cristiana (la parola “liturgia”) vuole significare che il Popolo di Dio partecipa all’opera di Dio» (n. 1069), perché il popolo di Dio come tale esiste solo per opera di Dio.
Questo ce lo ha ricordato lo sviluppo stesso del Concilio Vaticano II, che iniziò i suoi lavori, cinquant’anni orsono, con la discussione dello schema sulla sacra liturgia, approvato poi solennemente il 4 dicembre del 1963, il primo testo approvato dal Concilio.
Che il documento sulla liturgia fosse il primo risultato dell’assemblea conciliare forse fu ritenuto da alcuni un caso. Tra tanti progetti, il testo sulla sacra liturgia sembrò essere quello meno controverso, e, proprio per questo, capace di costituire come una specie di esercizio per apprendere la metodologia del lavoro conciliare.
Ma senza alcun dubbio, ciò che a prima vista può sembrare un caso, si è dimostrata la scelta più giusta, anche a partire dalla gerarchia dei temi e dei compiti più importanti della Chiesa. Iniziando, infatti, con il tema della «liturgia» il Concilio mise in luce in modo molto chiaro il primato di Dio, la sua priorità assoluta. Prima di tutto Dio: proprio questo ci dice la scelta conciliare di partire dalla liturgia. Dove lo sguardo su Dio non è determinante, ogni altra cosa perde il suo orientamento. Il criterio fondamentale per la liturgia è il suo orientamento a Dio, per poter così partecipare alla sua stessa opera.
Però possiamo chiederci: qual è questa opera di Dio alla quale siamo chiamati a partecipare? La risposta che ci offre la Costituzione conciliare sulla sacra liturgia è apparentemente doppia. Al numero 5 ci indica, infatti, che l’opera di Dio sono le sue azioni storiche che ci portano la salvezza, culminate nella Morte e Risurrezione di Gesù Cristo; ma al numero 7 la stessa Costituzione definisce proprio la celebrazione della liturgia come «opera di Cristo». In realtà questi due significati sono inseparabilmente legati. Se ci chiediamo chi salva il mondo e l’uomo, l’unica risposta è: Gesù di Nazaret, Signore e Cristo, crocifisso e risorto. E dove si rende attuale per noi, per me oggi il Mistero della Morte e Risurrezione di Cristo, che porta la salvezza? La risposta è: nell’azione di Cristo attraverso la Chiesa, nella liturgia, in particolare nel Sacramento dell’Eucaristia, che rende presente l’offerta sacrificale del Figlio di Dio, che ci ha redenti; nel Sacramento della Riconciliazione, in cui si passa dalla morte del peccato alla vita nuova; e negli altri atti sacramentali che ci santificano (cfr Presbyterorum ordinis, 5). Così, il Mistero Pasquale della Morte e Risurrezione di Cristo è il centro della teologia liturgica del Concilio.
Facciamo un altro passo in avanti e chiediamoci: in che modo si rende possibile questa attualizzazione del Mistero Pasquale di Cristo? Il beato Papa Giovanni Paolo II, a 25 anni dalla Costituzione Sacrosanctum Concilium, scrisse: «Per attualizzare il suo Mistero Pasquale, Cristo è sempre presente nella sua Chiesa, soprattutto nelle azioni liturgiche. La liturgia è, di conseguenza, il luogo privilegiato dell’incontro dei cristiani con Dio e con colui che Egli inviò, Gesù Cristo (cfr Gv 17,3)» (Vicesimus quintus annus, n. 7).
Sulla stessa linea, leggiamo nel Catechismo della Chiesa Cattolica così: «Ogni celebrazione sacramentale è un incontro dei figli di Dio con il loro Padre, in Cristo e nello Spirito Santo, e tale incontro si esprime come un dialogo, attraverso azioni e parole» (n. 1153).
Pertanto la prima esigenza per una buona celebrazione liturgica è che sia preghiera, colloquio con Dio, anzitutto ascolto e quindi risposta. San Benedetto, nella sua «Regola», parlando della preghiera dei Salmi, indica ai monaci: mens concordet voci, « la mente concordi con la voce». Il Santo insegna che nella preghiera dei Salmi le parole devono precedere la nostra mente.
Abitualmente non avviene così, prima dobbiamo pensare e poi quanto abbiamo pensato si converte in parola. Qui invece, nella liturgia, è l'inverso, la parola precede. Dio ci ha dato la parola e la sacra liturgia ci offre le parole; noi dobbiamo entrare all'interno delle parole, nel loro significato, accoglierle in noi, metterci noi in sintonia con queste parole; così diventiamo figli di Dio, simili a Dio. Come ricorda la Sacrosanctum Concilium, per assicurare la piena efficacia della celebrazione «è necessario che i fedeli si accostino alla sacra liturgia con retta disposizione di animo, pongano la propria anima in consonanza con la propria voce e collaborino con la divina grazia per non riceverla invano» (n. 11). Elemento fondamentale, primario, del dialogo con Dio nella liturgia, è la concordanza tra ciò che diciamo con le labbra e ciò che portiamo nel cuore. Entrando nelle parole della grande storia della preghiera noi stessi siamo conformati allo spirito di queste parole e diventiamo capaci di parlare con Dio.
In questa linea, vorrei solo accennare ad uno dei momenti che, durante la stessa liturgia, ci chiama e ci aiuta a trovare tale concordanza, questo conformarci a ciò che ascoltiamo, diciamo e facciamo nella celebrazione della liturgia. Mi riferisco all’invito che formula il Celebrante prima della Preghiera Eucaristica: «Sursum corda», innalziamo i nostri cuori al di fuori del groviglio delle nostre preoccupazioni, dei nostri desideri, delle nostre angustie, della nostra distrazione.
Il nostro cuore, l’intimo di noi stessi, deve aprirsi docilmente alla Parola di Dio e raccogliersi nella preghiera della Chiesa, per ricevere il suo orientamento verso Dio dalle parole stesse che ascolta e dice. Lo sguardo del cuore deve dirigersi al Signore, che sta in mezzo a noi: è una disposizione fondamentale.
Quando viviamo la liturgia con questo atteggiamento di fondo, il nostro cuore è come sottratto alla forza di gravità, che lo attrae verso il basso, e si leva interiormente verso l’alto, verso la verità, verso l’amore, verso Dio. Come ricorda il Catechismo della Chiesa Cattolica: «La missione di Cristo e dello Spirito Santo che, nella Liturgia sacramentale della Chiesa, annunzia, attualizza e comunica il Mistero della salvezza, prosegue nel cuore che prega. I Padri della vita spirituale talvolta paragonano il cuore a un altare» (n. 2655): altare Dei est cor nostrum.
Cari amici, celebriamo e viviamo bene la liturgia solo se rimaniamo in atteggiamento orante, non se vogliamo “fare qualcosa”, farci vedere o agire, ma se orientiamo il nostro cuore a Dio e stiamo in atteggiamento di preghiera unendoci al Mistero di Cristo e al suo colloquio di Figlio con il Padre. Dio stesso ci insegna a pregare, afferma san Paolo (cfr Rm 8,26). Egli stesso ci ha dato le parole adeguate per dirigerci a Lui, parole che incontriamo nel Salterio, nelle grandi orazioni della sacra liturgia e nella stessa Celebrazione eucaristica. Preghiamo il Signore di essere ogni giorno più consapevoli del fatto che la Liturgia è azione di Dio e dell’uomo; preghiera che sgorga dallo Spirito Santo e da noi, interamente rivolta al Padre, in unione con il Figlio di Dio fatto uomo (cfr Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 2564). Grazie.

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segunda-feira, 24 de setembro de 2012

BENTO XVI : uma bonita ocupação para as férias: pegar num livro da Bíblia, gozar assim de um pouco de descanso e, ao mesmo tempo, entrar no grande espaço da Palavra de Deus e aprofundar o nosso contacto com o Eterno, precisamente como finalidade do tempo livre que o Senhor nos concede.

PAPA BENTO XVI
AUDIÊNCIA GERAL

Castel Gandolfo
Quarta-feira, 3 de Agosto de 2011


 FREIBURG IM BREISGAU, GERMANY - SEPTEMBER 24:  Pope Benedict XVI  waves to pilgrims on Muensterplatz square after visiting the Muenster cathedral as his personal secretary Georg Gaenswein looks on on September 24, 2011 in Freiburg, Germany. The Pope is in Freiburg on the third of a four-day visit to Germany, and he will conclude his trip with an open air Sunday mass tomorrow near Freiburg.

A leitura da Bíblia, alimento para o espírito

Estimados irmãos e irmãs!

Estou muito feliz por vos encontrar aqui na praça em Castel Gandolfo e por retomar as audiências, interrompidas no mês de Julho. Gostaria de continuar o tema ao qual tínhamos dado início, ou seja, uma «escola de oração», e também hoje, de uma maneira um pouco diversificada, sem me afastar desta temática, referir-me a alguns aspectos de índole espiritual e concreta, que parecem úteis não apenas para quem vive — numa região do mundo — a temporada das férias de Verão, como nós, mas inclusive para todos aqueles que estão comprometidos no trabalho diário.

Quando temos um momento de pausa nas nossas actividades, de modo especial durante as férias, muitas vezes pegamos num livro, que desejamos ler. É precisamente este o primeiro aspecto, sobre o qual hoje gostaria de meditar. Cada um de nós tem necessidade de momentos e de espaços de recolhimento, de meditação e de calma... Graças a Deus é assim! Com efeito, esta exigência diz-nos que não fomos feitos apenas para trabalhar, mas também para pensar, ponderar, ou simplesmente para acompanhar com a mente e o coração uma narração, uma história com a qual nos identificarmos, num certo sentido, «perder-nos», para depois nos encontrarmos enriquecidos.

Naturalmente, muitos destes livros de leitura, que temos nas nossas mãos durante as férias, são sobretudo de evasão, e isto é normal. Todavia, várias pessoas, especialmente se podem contar com espaços de pausa e de descanso mais prolongados, dedicam-se à leitura de algo mais comprometedor. Então, gostaria de lançar uma proposta: por que deixar de descobrir alguns livros da Bíblia, que normalmente não são conhecidos? Ou dos quais, talvez, ouvimos alguns trechos durante a Liturgia, mas que nunca lemos na íntegra? Com efeito, muitos cristãos já não lêem a Bíblia, e têm um seu conhecimento muito limitado e superficial. A Bíblia — como diz o nome — é uma colectânea de livros, uma pequena «biblioteca», nascida ao longo de um milénio. Alguns destes «livrinhos» que a compõem permanecem quase desconhecidos para a maior parte das pessoas, inclusive de bons cristãos. Alguns são muito breves, como o Livro de Tobias, uma narração que contém um sentido muito elevado da família e do matrimónio; ou o Livro de Ester, em que a rainha judia, com a fé e a oração, salva o seu povo do extermínio; ou ainda mais breve, o Livro de Rute, uma estrangeira que conhece Deus e experimenta a sua Providência. Estes pequenos livros podem ser lidos inteiramente numa hora. Mais exigentes, e autênticas obras-primas, são o Livro de Job, que enfrenta o grande problema da dor inocente; o Qoelet, que impressiona pela modernidade desconcertante com que põe em discussão o sentido da vida e do mundo; o Cântico dos Cânticos, maravilhoso poema simbólico do amor humano. Come vedes, são todos livros do Antigo Testamento. E o Novo? Sem dúvida, o Novo Testamento é mais conhecido, e os seus géneros literários são menos diversificados. Porém, a beleza da leitura integral do Evangelho deve ser descoberta, assim como recomendo os Actos dos Apóstolos, ou uma das Cartas.

Caros amigos, para concluir, hoje gostaria de sugerir que conserveis ao vosso alcance, durante a temporada de Verão, ou nos momentos de pausa, a Bíblia Sagrada, para a saborear de modo novo, lendo inteiramente alguns dos seus livros, aqueles menos conhecidos e também os mais famosos, como os Evangelhos, mas numa leitura contínua. Assim, os momentos de descanso podem tornar-se, além de um enriquecimento cultural, inclusive um alimento para o espírito, capaz de nutrir o conhecimento de Deus e o diálogo com Ele, a oração. E esta parece ser uma bonita ocupação para as férias: pegar num livro da Bíblia, gozar assim de um pouco de descanso e, ao mesmo tempo, entrar no grande espaço da Palavra de Deus e aprofundar o nosso contacto com o Eterno, precisamente como finalidade do tempo livre que o Senhor nos concede.


quinta-feira, 13 de setembro de 2012

A oração de Jesus

A oração de Jesus
por Joshuah de Bragança Soares

Paíssy Velitchkovsky,
staretz responsável pelo reaparecimento dos startsy nos mosteiros russos no século 19
Oração de Jesus, que se espalha hoje pelo Ocidente com tanta rapidez e aceitação, não só nos círculos da vida consagrada, mas também entre simples leigos, é a marca da espiritualidade dos monges orientais, principalmente dos mosteiros da Rússia, a partir do século 19, propagada através de um inspirado opúsculo, os Relatos de um Peregrino. O que significa orar?
O que quer dizer orar continuamente? A recomendação de São Paulo é:
“Orai continuamente” (1 Ts 5, 17) e “Orai constantemente no Espírito” (Ef 6, 18). Como pode o homem alcançar este dom da oração contínua, se tem que se ocupar de tantas coisas para ganhar o sustento material de cada dia? No anseio de encontrar o caminho e os instrumentos para estabelecer o colóquio permanente com Deus, os monges do Egito, no início do Cristianismo; depois, da Grécia, e finalmente, da Rússia, aprenderam a praticar a oração do coração que o peregrino russo ensina, passo a passo, aos leitores dos seus Relatos.
A certa altura do capítulo 2, ele explica: São Gregório de Tessalônica diz: “Não devemos nos contentar apenas em cumprir o preceito divino de rezar incessantemente em nome de Jesus Cristo, mas também devemos ensinar esta oração às pessoas com quem convivemos: religiosos e simples fiéis, gente culta e gente sem instrução, homens, mulheres e crianças também, procurando despertar em todos o fervor da oração incessante”.
São Calixto diz: “Não devemos reservar só para nós o exercício espiritual, a oração interior, o conhecimento da contemplação e todos os meios de elevar a nossa alma a Deus, mas devemos preservar essa experiência – por escrito – para ajudar os outros, para colaborar para a salvação de todos”.
A peregrinação da vida espiritual
O opúsculo Relatos de um Peregrino descreve a peregrinação de um cristão devoto, que ouviu o convite da oração contínua, e saiu à sua procura por todo o território da Santa Rússia, de mosteiro em mosteiro, de igreja em igreja, por toda a parte, por cidades belas e por regiões inóspitas, entrevistando-se com pessoas de bem e deparando-se com pessoas indiferentes, senão até do mal. Simbolicamente, esta é a peregrinação da alma devota, pelo vasto território da vida espiritual, em busca de um dom de Deus, um carisma especial: a oração contínua, aquela oração em que o coração se abre para o colóquio com Deus, em qualquer lugar, em qualquer tempo.
A fórmula da oração
Senhor Jesus Cristo, Filho de Deus, tende piedade de mim, porque sou pecador. Esta é a breve invocação que aparece em vários lugares do Evangelho. É a oração do cego de Jericó a Jesus que passava: “Jesus, Filho de Davi, tem compaixão de mim” (Lc 18, 38).
É a súplica do publicano no templo:

Staretz, ancião experiente que guia espiritualmente os mais jovens
“Meu Deus, tem compaixão de mim, que sou pecador” (Lc 18, 13).
É a prece dos dois cegos:
“Tem compaixão de nós, Filho de Davi” (Mt 9, 27).
É o pedido da cananéia:
“Senhor, Filho de Davi, tem compaixão de mim” (Mt 15, 21).
É a mesma reza do pai do jovem epiléptico, a mesma dos dez leprosos curados por Jesus.
Esta invocação está no início, meio e fim das orações de todas as igrejas:
Kírie, eléison imas. O verbo grego (eléison) lembra o fármaco do óleo de oliveira que cura as feridas e o verbo eslavo (pomílui) tem a mesma raiz da palavra que significa ternura, compaixão.
Tende piedade de nós significa: - desculpa a nossa fragilidade e trata-nos com tua ternura.
A vida humana é uma só, mas com um lado exterior, material; e outro interior, espiritual. A oração de Jesus é um exercício espiritual que funde os dois lados da vida humana na unificação interior, sob a ação do Espírito Santo. O peregrino confidencia, com toda naturalidade, que debalde consultou livros e doutos pregadores, e que só começou a experimentar os frutos de seus esforços e aprendizado, quando humildemente aceitou a instrução de um ancião, um guia espiritual (staretz) experiente. O guia é indispensável.
O guia da oração
Quem é o ancião experiente, o staretz, tão presente na vida espiritual da Rússia?
O Ocidente veio a conhecer este tipo de mestre, característico do monaquismo russo, através do romance de Dostoievsky:
Os Irmãos Karamazov. Os startsy eram venerados no Oriente, e também na Rússia antiga, desde os primeiros séculos do cristianismo, mas reapareceram especialmente nos mosteiros russos no século 19, com o staretz Paíssy Velitchkovsky e seus discípulos. Os startsy mais famosos foram os do mosteiro de Optino. Qual a relação do staretz com quem se inicia na vida espiritual? Dostoievsky diz que o staretz atrai a alma e a vontade do discípulo para a sua vontade, de modo que, ao escolher um staretz como pai espiritual, o cristão renuncia à sua própria vontade e se submete inteiramente à dele, com absoluta resignação, voluntariamente, na esperança de conquistar o autocontrole e, pela obediência, conquistar a perfeita liberdade, num esforço de regeneração, passando da escravidão para a liberdade.
O Metropolita Pedro de Suroj descreve a pessoa do staretz, pelo lado carismático, quando diz:
“Alguém só pode chegar a ser staretz pela graça de Deus, porque este estado é um carisma, um dom especial. Não se aprende a ser staretz, como não se aprende a ser gênio. Assim, Beethoven, Mozart, Leonardo da Vinci e Rubliov possuíam o gênio, que não pode ser aprendido em nenhuma escola, em nenhum trabalho, nem com a experiência, porque é um dom da graça divina”. O peregrino aconselha os iniciantes a não se descuidarem de buscar a orientação do guia espiritual, para não caírem em ilusões.
A este respeito, o Bispo Kallistos Ware adverte, principalmente os cristãos ocidentais, a não pensarem que a oração do coração é uma forma nova e exótica, como uma espécie de ioga cristã para alcançar a paz e a tranqüilidade. Ele diz que, na oração, a repetição puramente mecânica é incapaz de alcançar alguma coisa. Esta oração não é um talismã mágico; requer-se, além da fé, um grande esforço. A oração de Jesus não é mero exercício de concentração e relaxamento, meditação transcendental ou mantra cristão, mas a invocação de Deus feito homem, nosso Salvador e Redentor.
O que aí parece ser insinuação de uma técnica psicofísica é algo secundário, porque a oração, como dom de Deus, não está sujeita a nenhuma técnica. Com as devidas precauções que o Bispo Kallistos expõe, a forma secundária de repetição ininterrupta da fórmula, com exercícios de concentração e respiração, é um instrumento que ajuda a alcançar a oração do coração, como o peregrino explica através das palavras de autoridade do staretz, quando este ensina que “...a oração contínua é a aspiração ininterrupta que impele o espírito humano para Deus... é a invocação ininterrupta do seu nome divino com a mente e com o coração... em todo o tempo e em todo lugar”. Lendo-se o livro do peregrino, aprende-se a oração de Jesus, passo a passo, e se experimenta o gosto pela leitura sagrada da Escritura, a lectio divina monástica e a leitura espiritual da Filocália.
 

terça-feira, 11 de setembro de 2012

PAPA BENTO XVI : O povo de Deus que reza: os Salmos

 
 
Quarta-feira, 22 de Junho de 2011


O homem em oração 

O povo de Deus que reza: os Salmos

Queridos irmãos e irmãs

Nas catequeses precedentes, reflectimos sobre algumas figuras do Antigo Testamento particularmente significativas para a nossa meditação sobre a oração. Falei a respeito de Abraão, que intercede pelas cidades estrangeiras; acerca de Jacob, que na luta nocturna recebe a bênção; de Moisés, que invoca o perdão para o seu povo; e sobre Elias, que reza pela conversão de Israel. Com a catequese de hoje, gostaria de começar um novo trecho do percurso: em vez de comentar episódios particulares de personagens em oração, entraremos no «livro de oração» por excelência, o livro dos Salmos. Nas próximas catequeses leremos e meditaremos sobre alguns dos Salmos mais bonitos e mais queridos à tradição orante da Igreja. Hoje, gostaria de os introduzir, falando sobre o livro dos Salmos no seu conjunto.

O Saltério apresenta-se como um «formulário» de orações, uma colectânea de cento e cinquenta Salmos, que a tradição bíblica oferece ao povo dos fiéis para que se tornem a sua, a nossa oração, o nosso modo de nos dirigirmos a Deus e de nos relacionarmos com Ele. Neste livro, encontra expressão toda a experiência humana, com os seus múltiplos aspectos, bem como toda a gama de sentimentos que acompanham a existência do homem. Nos Salmos entrelaçam-se e exprimem-se alegria e sofrimento, desejo de Deus e percepção da própria indignidade, felicidade e sentido de abandono, confiança em Deus e solidão dolorosa, plenitude de vida e medo de morrer. Toda a realidade do crente conflui nestas orações, que primeiro o povo de Israel e depois a Igreja assumiram como mediação privilegiada da relação com o único Deus e resposta adequada ao seu revelar-se na história. Enquanto orações, os Salmos constituem manifestações da alma e da fé, em que todos se podem reconhecer e nos quais se comunica aquela experiência de particular proximidade de Deus, à qual cada homem é chamado. E é toda a complexidade do existir humano que se concentra na complexidade das diversas formas literárias dos vários Salmos: hinos, lamentações, súplicas individuais e comunitárias, cânticos de acção de graças, Salmos sapienciais e outros géneros que se podem encontrar nestas composições poéticas.

Não obstante esta multiplicidade expressiva, podem ser identificados dois grandes âmbitos que resumem a oração do Saltério: a súplica, ligada à lamentação, e o louvor, duas dimensões ligadas entre si e quase inseparáveis. Porque a súplica é animada pela certeza de que Deus responderá, e de que isto abre ao louvor e à acção de graças; e porque o louvor e a acção de graças brotam da experiência de uma salvação recebida, que supõe uma necessidade de ajuda que a súplica exprime.

Na súplica, o orante lamenta-se e descreve a sua situação de angústia, de perigo e de desolação, ou então, como nos Salmos penitenciais, confessa a culpa, o pecado, pedindo para ser perdoado. Ele expõe ao Senhor o seu estado de espírito na confiança de ser ouvido, e isto implica um reconhecimento de Deus como bom, desejoso do bem e «amante da vida» (cf. Sb 11, 26), pronto a ajudar, salvar e perdoar. Por exemplo, assim reza o Salmista, no Salmo 31: «Junto de vós, Senhor, refugio-me. Que eu não seja confundido para sempre [...] Vós livrar-me-eis das ciladas que me armaram, porque sois a minha defesa» (vv. 2.5). Por conseguinte, já na lamentação pode sobressair algo do louvor, que se preanuncia na esperança da intervenção divina e que em seguida se faz explícita, quando a salvação divina se torna realidade. De maneira análoga, nos Salmos de acção de graça e de louvor, fazendo memória do dom recebido contemplando a grandeza da misericórdia de Deus, reconhece-se também a própria insignificância e a necessidade de ser salvo, que se encontra na base da súplica. Confessa-se assim a Deus a própria condição de criatura, inevitavelmente caracterizada pela morte, e no entanto portadora de um desejo radical de vida. Por isso o Salmista exclama, no Salmo 86: «Louvar-vos-ei de todo o coração, Senhor meu Deus, e glorificarei o vosso nome eternamente. Porque a vossa misericórdia foi grande para comigo, e tirastes a minha alma das profundezas da região dos mortos» (vv. 12-13). De tal modo, na oração dos Salmos, súplica e louvor entrelaçam-se e fundam-se num único cântico que celebra a graça eterna do Senhor que se debruça sobre a nossa fragilidade.

Precisamente para permitir que o povo dos fiéis se una a este cântico, o livro do Saltério foi concedido a Israel e à Igreja. Com efeito, os Salmos ensinam a rezar. Neles, a Palavra de Deus transforma-se em palavra de oração — e são as palavras do Salmista inspirado — que se torna também palavra do orante que recita os Salmos. Estas são a beleza e a particularidade deste livro bíblico: as preces nele contidas, diversamente de outras orações que encontramos na Sagrada Escritura, não estão inseridas numa trama narrativa que especifica o seu sentido e a sua função. Os Salmos são dados ao fiel precisamente como texto de oração, que tem como única finalidade tornar-se a oração daqueles que os assumem e com eles se dirigem a Deus. Dado que são uma Palavra de Deus, quem recita os Salmos fala a Deus com as palavras que o próprio Deus nos concedeu, dirige-se a Ele com as palavras que Ele mesmo nos doa. Deste modo, recitando os Salmos aprendemos a rezar. Eles constituem uma escola de oração.

Algo de análogo acontece quando a criança começa a falar, ou seja, a expressar as próprias sensações, emoções e necessidades, com palavras que não lhe pertencem de modo inato, mas que ele aprende dos seus pais e de que vive ao seu redor. Aquilo que a criança quer manifestar é a sua própria vivência, mas o instrumento expressivo pertence a outros; e ele apropria-se do mesmo gradualmente, as palavras recebidas dos pais tornam-se as suas palavras e através destas palavras aprende também um modo de pensar e de sentir, acede a um inteiro mundo de conceitos, e nele cresce, relaciona-se com a realidade, com os homens e com Deus. Finalmente, a língua dos seus pais tornou-se a sua língua, ele fala com palavras recebidas de outros, que já se tornaram as suas palavras. Assim acontece com a oração dos Salmos. Eles são-nos doados para que aprendamos a dirigir-nos a Deus, a comunicarmos com Ele, a falar-lhe de nós com as suas palavras, a encontrar uma linguagem para o encontro com Deus. E, através de tais palavras, será possível também conhecer e aceitar os critérios do seu agir, aproximar-se ao mistério dos seus pensamentos e dos seus caminhos (cf. Is 55, 8-9), de maneira a crescer cada vez mais na fé e no amor. Do mesmo modo como as nossas palavras não são apenas palavras, mas ensinam-nos um mundo real e conceitual, assim também estas preces nos ensinam o Coração de Deus, pelo que não só podemos falar com Deus, mas podemos aprender quem é Deus e, aprendendo a falar com Ele, aprendemos como ser homens, como sermos nós mesmos.

A este propósito, parece significativo o título que a tradição judaica conferiu ao Saltério. Ele chama-se tehillîm, um termo hebraico que quer dizer «louvores», tirada daquela raiz verbal que encontramos na expressão «Halleluyah», isto é, literalmente: «Louvai o Senhor». Por conseguinte, este livro de orações, não obstante seja tão multiforme e complexo, com os seus diversos géneros literários e com a sua articulação entre louvor e súplica, é em última análise um livro de louvores, que ensina a dar graças, a celebrar a grandeza do dom de Deus, a reconhecer a beleza das suas obras e a glorificar o seu Nome santo. Esta é a resposta mais adequada diante do manifestar-se do Senhor e da experiência da sua bondade. Ensinando-nos a rezar, os Salmos ensinam-nos que também na desolação, inclusive na dor, a presença de Deus é uma fonte de maravilha e de consolação; pode-se chorar, suplicar, interceder e lamentar-se, mas com a consciência de que estamos a caminhar rumo à luz, onde o louvor poderá ser definitivo. Como nos ensina o Salmo 36: «Em vós está a fonte da vida, e é na vossa luz que vemos a luz!» (Sl 36, 10).

Mas além deste título geral do livro, a tradição judaica atribuiu a muitos Salmos alguns títulos específicos, conferindo-os em grande maioria ao rei David. Figura de notável importância humana e teológica, David é uma personagem complexa, que atravessou as mais diversificadas experiências fundamentais do viver. Jovem pastor do rebanho paterno, passando pelas vicissitudes alternadas e por vezes dramáticas, torna-se rei de Israel, pastor do povo de Deus. Homem de paz, combateu muitas guerras; incansável e tenaz investigador de Deus, traiu o seu Amor, e isto é característico: permaneceu sempre investigador de Deus, não obstante tenha pecado muitas vezes gravemente; penitente humilde, recebeu o perdão divino, mas também a pena divina, e aceitou um destino marcado pela dor. Assim, David foi um rei, com todas as suas debilidades, «segundo o Coração de Deus» (cf. 1 Sm 13, 14), ou seja, um orante apaixonado, um homem que sabia o que quer dizer suplicar e louvar. Por conseguinte, a ligação dos Salmos a este insigne rei de Israel é importante, porque ele é uma figura messiânica, Ungido do Senhor, no qual é de certa maneira ofuscado o mistério de Cristo.

Igualmente importantes e significativos são o modo e a frequência com que as palavras dos Salmos são retomadas pelo Novo Testamento, assumindo e sublinhando aquele valor profético sugerido pela ligação do Saltério à figura messiânica de David. No Senhor Jesus, que na sua vida terrena recitou com os Salmos, eles encontram o seu cumprimento definitivo e revelam o seu sentido mais pleno e profundo. As orações do Saltério, com as quais se fala a Deus, falam-nos dele, falam-nos do Filho, imagem do Deus invisível (cf. Cl 1, 15), que nos revela completamente o Rosto do Pai. Portanto o cristão, recitando os Salmos, reza o Pai em Cristo e com Cristo, assumindo aqueles cânticos numa nova perspectiva, que tem no mistério pascal a sua última chave interpretativa. O horizonte do orante abre-se assim a realidades inesperadas, e cada Salmo adquire uma nova luz em Jesus Cristo, e o Saltério pode resplandecer em toda a sua riqueza infinita.

Caríssimos irmãos e irmãs, tomemos portanto na nossa mão este livro santo, deixemo-nos ensinar por Deus a dirigir-nos a Ele, façamos do Saltério uma guia que nos ajude e nos acompanhe quotidianamente no caminho da oração. E perguntemos também nós, como os discípulos de Jesus: «Senhor, ensinai-nos a rezar!» (Lc 11, 1), abrindo o coração para receber a oração do Mestre, em que todas as preces hão-de chegar ao seu cumprimento. Deste modo, tornando-nos filhos no Filho, poderemos falar a Deus, chamando-lhe «Pai Nosso». Obrigado!

segunda-feira, 10 de setembro de 2012

PAPA BENTO XVI : Profetas e orações em confronto

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O homem em oração (6)

Profetas e orações em confronto (1Rs 18, 20-40)

Prezados irmãos e irmãs

Na história religiosa do antigo Israel, tiveram grande relevância os profetas com o seu ensinamento e a sua pregação. Entre eles, sobressai a figura de Elias, suscitado por Deus para levar o povo à conversão. O seu nome significa «o Senhor é o meu Deus» e é em sintonia com este nome que se desenvolve a sua vida, inteiramente consagrada a provocar no povo o reconhecimento do Senhor como único Deus. De Elias, o Ben Sirá diz: «Levantou-se depois o profeta Elias, ardoroso como o fogo; as suas palavras ardiam como uma tocha» (Ecli 48, 1). Com esta chama, Israel volta a encontrar o seu caminho para Deus. No seu ministério, Elias reza: invoca o Senhor para que restitua a vida ao filho de uma viúva que o tinha hospedado (cf. 1 Rs 17, 17-24), clama a Deus o seu cansaço e a sua angústia, enquanto foge para o deserto procurado pela rainha Jezabel que o queria matar (cf. 1 Rs 19, 1-4), mas é sobretudo no monte Carmelo que se mostra em todo o seu poder de intercessor quando, diante de todo o Israel, reza ao Senhor para que se manifeste e converta o coração do povo. É o episódio narrado no capítulo 18 do primeiro Livro dos Reis, sobre o qual hoje meditamos.

Encontramo-nos no reino do Norte, no século IX a.C., na época do rei Acab, num momento em que em Israele se tinha criado uma situação de sincretismo aberto. Além do Senhor, o povo adorava Baal, o ídolo tranquilizador do qual se acreditava que derivava o dom da chuva e ao qual, por isso, se atribuía o poder de dar fertilidade aos campos e vida aos homens e ao gado. Embora pretendesse seguir o Senhor, Deus invisível e misterioso, o povo procurava a segurança também num deus compreensível e previsível, do qual julgava que podia obter a fecundidade e a prosperidade, em troca de sacrifícios. Israele cedia à sedução da idolatria, a tentação contínua do crente, iludindo-se que podia «servir a dois senhores» (cf. Mt 6, 24; Lc 16, 13), e facilitar os caminhos impérvios da fé do Todo-Poderoso, depositando de novo a sua confiança também num deus impotente, feito pelos homens.

É precisamente para desmascarar a insensatez enganadora de tal atitude que Elias manda reunir o povo de Israel no monte Carmelo e que o põe diante da necessidade de fazer uma escolha: «Se o Senhor é Deus, segui-o, mas se é Baal, segui Baal» (1 Rs 18, 21). E o profeta, portador do amor de Deus, não deixa sozinho o seu povo perante esta escolha, mas ajuda-o, indicando-lhe o sinal que revelará a verdade: tanto ele como os profetas de Baal prepararão um sacrifício e rezarão, e o Deus verdadeiro manifestar-se-á, respondendo com o fogo que consumará o holocausto. Assim começa o confronto entre o profeta Elias e os seguidores de Baal, que na realidade está entre o Senhor de Israel, Deus de salvação e de vida, e o ídolo mudo e sem qualquer consistência, que nada pode, nem no bem nem no mal (cf. Jr 10, 5). E começa inclusive o confronto entre dois modos completamente diferentes de se dirigir a Deus e orar.

Com efeito, os profetas de Baal, clamam, agitam-se, dançam saltando, entram num estado de exaltação e chegam até a cortar-se «com espadas e lanças, até se cobrirem de sangue» (1 Rs 18, 28). Eles recorrem a si mesmos para interpelar o seu deus, confiando nas próprias capacidades para suscitar a sua resposta. Revela-se deste modo a realidade enganadora do ídolo: ele é pensado pelo homem como algo de que se pode dispor, que se pode gerir com as próprias forças, ao qual se pode aceder a partir de si mesmo e da própria força vital. A adoração do ídolo, em vez de abrir o coração humano à Alteridade, a uma relação libertadora que permita sair do espaço limitado do próprio egoísmo para aceder a dimensões de amor e de dom recíproco, fecha a pessoa no círculo exclusivo e desesperador da busca de si mesmo. E o engano é tal que, adorando o ídolo, o homem se encontra obrigado a gestos extremos, na tentativa ilusória de o submeter à própria vontade. Por isso, os profetas de Baal chegam a angustiar-se, a provocar feridas no corpo, com um gesto dramaticamente irónico: para ter uma resposta, um sinal de vida do seu deus, chegam a cobrir-se de sangue, e com ele simbolicamente de morte.

A atitude de oração de Elias, ao contrário, é muito diferente. Ele pede ao povo que se aproxime, envolvendo-o deste modo na sua acção e na sua súplica. A finalidade do desafio por ele dirigido aos profetas de Baal consistia em reconduzir para Deus o povo que se tinha perdido, seguindo os ídolos; por isso, ele quer que Israel se una a ele, tornando-se partícipe e protagonista da sua oração e daquilo que estava a acontecer. Depois, o profeta erige um altar utilizando, como o texto descreve, «doze pedras, segundo o número das doze tribos saídas dos filhos de Jacob, a quem o Senhor dissera: “Tu chamar-te-ás Israel”» (v. 31). Aquelas pedras representam todo o Israel, e constituem a memória tangível da história de eleição, de predilecção e de salvação, da qual o povo fora objecto. O gesto litúrgico de Elias tem um alcance decisivo; o altar é lugar sagrado que indica a presença do Senhor, mas aquelas pedras que o compõem representam o povo, que agora, graças à mediação do profeta, é colocado simbolicamente diante de Deus, tornando-se «altar», lugar de oferenda e de sacrifício.

Mas é necessário que o símbolo se torne realidade, que Israel reconheça o verdadeiro Deus e volte a encontrar a própria identidade de povo do Senhor. Por isso, Elias pede a Deus que se manifeste, e aquelas doze pedras, que deviam recordar a Israel a sua verdade, servem também para recordar ao Senhor a sua fidelidade, à qual o profeta se apela na oração. As palavras da sua invocação são densas de significado e de fé: «Senhor Deus de Abraão, de Isaac e de Israel, saibam todos hoje que sois o Deus de Israel, que eu sou vosso servo e que por vossa ordem fiz todas estas coisas. Ouvi-me, Senhor, ouvi-me: que este povo reconheça que vós, Senhor, sois Deus, e que sois vós que converteis os seus corações!» (vv. 36-37; cf. Gn 32, 36-37). Elias dirige-se ao Senhor, chamando-lhe Deus dos Pais, fazendo assim memória implícita das promessas divinas e da história de eleição e de aliança, que uniu indissoluvelmente o Senhor ao seu povo. O compromisso de Deus na história dos homens é tal que o seu Nome já está ligado de maneira inseparável ao dos Patriarcas, e o profeta pronuncia aquele Nome santo para que Deus se recorde e se mostre fiel, mas também a fim de que Israel se sinta chamado pelo nome e volte a encontrar a sua fidelidade. Com efeito, o título divino pronunciado por Elias parece um pouco surpreendente. Em vez de utilizar a fórmula habitual, «Deus de Abraão, de Isaac e de Jacob», ele recorre a um apelativo menos comum: «Deus de Abraão, de Isaac e de Israel». A substituição do nome «Jacob» com «Israel» evoca a luta de Jacob no vau do Jaboc, com a troca do nome à qual o narrador faz uma referência explícita (cf. Gn 32, 31) e da qual falei numa das últimas catequeses. Tal substituição adquire um significado expressivo no contexto da invocação de Elias. O profeta reza pelo povo do reino do Norte, que se chamava precisamente Israel, distinto de Judá, que indicava o reino do Sul. E agora este povo, que parece ter esquecido a própria origem e a sua relação privilegiada com o Senhor, sente-se chamado pelo nome, enquanto é pronunciado o Nome de Deus, Deus do Patriarca e Deus do povo: «Senhor Deus [...] de Israel, saibam todos hoje que sois o Deus de Israel».

O povo pelo qual Elias reza é posto de novo diante da própria verdade, e o profeta pede que também a verdade do Senhor se manifeste e que Ele intervenha para converter Israel, dissuadindo-o do engano da idolatria e levando-o assim à salvação. O seu pedido é para que o povo enfim saiba, conheça de modo pleno quem é verdadeiramente o seu Deus, e faça a escolha decisiva de seguir só Ele, o Deus verdadeiro. Pois somente assim Deus é reconhecido por aquilo que é, Absoluto e Transcendente, sem a possibilidade de lhe pôr ao lado outros deuses, que O negariam como Absoluto, tornando-o relativo. Esta é a fé que faz de Israel o povo de Deus; trata-se da fé proclamada no conhecido texto do Shemá Israel: «Ouve, ó Israel! O Senhor, nosso Deus, é o único Senhor. Amarás ao Senhor, teu Deus, com todo o teu coração, toda a tua alma e todas as tuas forças» (Dt 6, 4-5). Ao Absoluto de Deus, o fiel deve responder com um amor absoluto, total, que comprometa a sua vida inteira, as suas forças e o seu coração. E é precisamente para o coração do seu povo que o profeta, com a sua oração, implora a conversão: «Que este povo reconheça que vós, Senhor, sois Deus, e que sois vós que converteis os seus corações!» (1 Rs 18, 37). Com a sua intercessão, Elias pede a Deus o que o próprio Deus deseja realizar, manifestar-se em toda a sua misericórdia, fiel à sua realidade de Senhor da vida que perdoa, converte, transforma.

E é isto que acontece: «O fogo do Senhor baixou do céu e consumiu o holocausto, a lenha, as pedras, a poeira e até mesmo a água do sulco. Vendo isso, o povo prostrou-se com o rosto por terra, exclamando: “O Senhor é Deus! O Senhor é Deus!”» (vv. 38-39). O fogo, este elemento necessário e ao mesmo tempo terrível, ligado às manifestações divinas da sarça ardente e do Sinai, agora serve para assinalar o amor de Deus, que responde à oração e se revela ao seu povo. Baal, o deus mudo e impotente, não tinha respondido às invocações dos seus profetas; o Senhor, ao contrário, responde, e de modo inequívoco, não só consumindo o holocausto, mas até secando toda a água que tinha sido derramada em volta do altar. Israel já não pode ter dúvidas; a misericórdia divina veio ao encontro da sua debilidade, das suas dúvidas e da sua falta de fé. Agora Baal, o ídolo inútil, é derrotado, e o povo que parecia perdido voltou a achar o caminho da verdade e a encontrar-se a si mesmo.

Estimados irmãos e irmãs, o que nos diz, a nós, esta história do passado? Qual é o presente desta história? Em primeiro lugar está em questão a prioridade do primeiro mandamento: adorar unicamente a Deus. Onde Deus desaparece, o homem cai na escravidão de idolatrias, como mostraram, no nosso tempo, os regimes totalitários e como mostram também diversas formas de niilismo, que tornam o homem dependente de ídolos, de idolatrias, escravizando-o. Em segundo lugar, a finalidade primária da oração é a conversão: o fogo de Deus que transforma o nosso coração e nos torna capazes de ver Deus e, assim, de viver segundo Deus e de viver para o próximo. E o terceiro ponto: os Padres dizem-nos que também esta história de um profeta é profética, se — dizem — é sombra do porvir, do futuro Cristo; é um passo ao longo do caminho rumo a Cristo. E dizem-nos que aqui vemos o verdadeiro fogo de Deus: o amor que orienta o Senhor até à Cruz, até ao dom total de si mesmo. Então, a autêntica adoração de Deus consiste em dar-se a si próprio a Deus e aos homens, a verdadeira adoração é o amor. E a autêntica adoração de Deus não destrói, mas renova e transforma. Sem dúvida, o fogo de Deus, o fogo do amor consome, transforma e purifica, mas precisamente por isso não destrói mas, ao contrário, cria a verdade do nosso ser, volta a criar o nosso coração. E assim, realmente vivos pela graça do fogo do Espírito Santo, do amor de Deus, somos adoradores em espírito e em verdade. Obrigado!

quarta-feira, 5 de setembro de 2012

PAPA BENTO XVI : A intercessão de Moisés pelo povo

 
Praça de São Pedro
Quarta-feira, 1° de Junho de 2011

 

O homem em oração (5)

A intercessão de Moisés pelo povo (Ex 32, 7-14)

Queridos irmãos e irmãs,

Lendo o Antigo Testamento, uma figura ressalta no meio das outras: a de Moisés, precisamente como homem de oração. Moisés, o grande profeta e guia do tempo do Êxodo, desempenhou a sua função de mediador entre Deus e Israel fazendo-se portador, junto do povo, das palavras e dos mandamentos divinos, conduzindo-o rumo à liberdade da Terra Prometida, ensinando os israelitas a viverem na obediência e na confiança em Deus, durante a sua longa permanência no deserto, mas também, e diria principalmente, rezando. Ele reza pelo Faraó quando Deus, com as pragas, procurava converter o coração dos Egípcios (cf. Êx 8–10); pede ao Senhor a cura da irmã Maria, atingida pela lepra (cf. Nm 12, 9-13), intercede pelo povo que se tinha revoltado, amedrontado pela descrição dos exploradores (cf. Nm 14, 1-19), reza quando o fogo estava prestes a devorar o acampamento (cf. Nm 11, 1-2) e quando serpentes venenosas faziam matanças (cf. Nm 21, 4-9); dirige-se ao Senhor e reage, protestando quando o fardo da sua missão se tinha tornado demasiado pesado (cf. Nm 11, 10-15); vê Deus e fala com Ele «face a face, como alguém que fala com o próprio amigo» (cf. Êx 24, 9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).

Mesmo quando o povo, no Sinai, pede a Araão que construa o bezerro de ouro, Moisés reza, explicando de maneira emblemática a própria função de intercessão. Este episódio é narrado no capítulo 32 do Livro do Êxodo e contém uma narração paralela no capítulo 9 do Deuteronómio. É sobre este episódio que gostaria de meditar na catequese hodierna e, de modo particular, sobre a oração de Moisés, que encontramos na narração do Êxodo. O povo de Israel encontrava-se aos pés do Sinai enquanto Moisés, no monte, esperava a entrega das tábuas da Lei, jejuando durante quarenta dias e quarenta noites (cf. Êx 24, 18; Dt 9, 9). O número quarenta tem um valor simbólico e significa a totalidade da experiência, enquanto com o jejum se indica que a vida deriva de Deus, é Ele que a sustém. Com efeito, o gesto de comer implica a assunção do alimento que nos sustenta; por isso jejuar, renunciando ao alimento, adquire neste caso um significado religioso: é um modo para indicar que não só de pão vive o homem, mas de toda a palavra que sai da boca do Senhor (cf. Dt 8, 3). Jejuando, Moisés demonstra que espera o dom da Lei divina como fonte de vida: ela revela a vontade de Deus e alimenta o coração do homem, fazendo-o entrar numa aliança com o Altíssimo, que é fonte da vida, é a própria Vida.

Mas enquanto o Senhor, no monte, oferece a Lei a Moisés, aos pés do mesmo monte o povo transgride-a. Incapazes de resistir à expectativa e à ausência do mediador, os israelitas pedem a Araão: «Faz-nos um deus que caminhe à nossa frente, porque a Moisés, que nos tirou do Egipto, não sabemos o que lhe aconteceu» (Êx 32, 1). Cansado de um caminho com um Deus invisível, agora que também Moisés, o mediador, desapareceu, o povo pede uma presença tangível, palpável, do Senhor, e encontra no bezerro de metal fundido, construído por Araão, um deus que se torna acessível, manobrável, ao alcance do homem. Trata-se de uma tentação constante no caminho de fé: eludir o mistério divino, construindo um deus compreensível, correspondente aos próprios esquemas, aos próprios programas. Aquilo que acontece no monte Sinai demonstra toda a insensatez e vaidade ilusória desta pretensão porque, como afirma ironicamente o Salmo 106, «Eles trocaram a sua glória pela estátua de um touro que come feno» (Sl 106 [105], 20). Por este motivo, o Senhor reage e ordena a Moisés que desça do monte, revelando-lhe aquilo que o povo estava a fazer, e terminando com estas palavras: «Deixa, pois, que se acenda a minha cólera contra eles e os devore; mas de ti farei uma grande nação» (Êx 32, 10). Como tinha acontecido com Abraão, a propósito de Sodoma e Gomorra, também agora Deus revela a Moisés o que pretende fazer, como se não quisesse agir sem o seu consenso (cf. Am 3, 7). Ele diz: «Deixa, pois, que se acenda a minha cólera». Na realidade, este «deixa, pois, que se acenda a minha cólera» é pronunciado precisamente para que Moisés intervenha e lhe peça para não o fazer, revelando deste modo que o desejo de Deus é sempre a salvação. Como para as duas cidades dos tempos de Abraão, a punição e a destruição, em que se exprime a ira de Deus como rejeição do mal, indicam a gravidade do pecado cometido; ao mesmo tempo, o pedido do intercessor tenciona manifestar a vontade de perdão do Senhor. Esta é a salvação de Deus, que implica misericórdia, mas ao mesmo tempo também denúncia da verdade do pecado, do mal que existe, de maneira que o pecador, reconhecendo e rejeitando o próprio mal, possa deixar-se perdoar e transformar por Deus. A prece de intercessão torna deste modo concreta, no contexto da realidade corrompida do homem pecador, a misericórdia divina, que encontra voz na súplica do orante e que se torna presente através dele onde há necessidade de salvação.

A súplica de Moisés está inteiramente centrada na fidelidade e na graça do Senhor. Ele refere-se em primeiro lugar à história de redenção à qual Deus deu início com a saída de Israel do Egipto, para depois fazer memória da antiga promessa feita aos Pais. O Senhor realizou a salvação, libertando o seu povo da escravidão egípcia; para que então — pede Moisés — «os egípcios possam dizer: “Fê-los sair com a malícia, para os deixar morrer nas montanhas, para os fazer desaparecer da face da terra”?» (Êx 32, 12). A obra de salvação começada deve ser completada; se Deus fizesse perecer o seu povo, isto poderia ser interpretado como o sinal de uma incapacidade divina de completar o plano de salvação. Deus não pode permitir que isto aconteça: Ele é o Senhor bom que salva, o garante da vida, é o Deus de misericórdia e de perdão, de libertação do pecado que mata. E assim Moisés apela-se a Deus, à vida interior de Deus, contra a sentença exterior. Mas então, Moisés argumenta com o Senhor, se os seus eleitos perecerem, mesmo que sejam culpados, Ele poderia parecer incapaz de derrotar o pecado. E isto não se pode aceitar. Moisés fez uma experiência concreta do Deus de salvação, foi enviado como mediador da libertação divina e agora, mediante a sua oração, torna-se intérprete de uma dupla inquietação, preocupado com o destino do seu povo, mas ao mesmo tempo também preocupado com a honra que é devida ao Senhor, pela verdade do seu Nome. Com efeito, o intercessor deseja que o povo de Israel seja salvo, porque é o rebanho que lhe foi confiado, mas inclusive a fim de que naquela salvação se manifeste a verdadeira realidade de Deus. Amor aos irmãos e amor a Deus compenetram-se na prece de intercessão, são inseparáveis. Moisés, o intercessor, é o homem contendido entre dois amores, que na oração se sobrepõem num único desejo de bem.

Em seguida, Moisés apela para a fidelidade de Deus, recordando-lhe as suas promessas: «Recorda-te de Abraão, de Isaac e de Israel, teus servos, aos quais juraste por ti mesmo e disseste: “Tornarei a tua posteridade tão numerosa como as estrelas do céu, e toda esta terra, da qual te falei, dá-la-ei aos teus descendentes, que a possuirão para sempre”» (Êx 32, 13). Moisés faz memória da história fundadora das origens, dos Pais do povo e da sua eleição, totalmente gratuita, em que só Deus tivera a iniciativa. Eles não receberam a promessa por causa dos seus méritos, mas pela livre escolha de Deus e do seu amor (cf. Dt 10, 15). E agora, Moisés pede que o Senhor continue na fidelidade à sua história de eleição e de salvação, perdoando o seu povo. O intercessor não apresenta desculpas para o pecado do seu povo, não enumera méritos presumíveis, nem do povo nem seus, mas apela para a gratuidade de Deus: um Deus livre, totalmente amor, que não cessa de procurar quem se afastou, que permanece sempre fiel a Si mesmo e oferece ao pecador a possibilidade de voltar para Ele e de se tornar, mediante o perdão, justo e capaz de fidelidade.

Moisés pede a Deus que se mostre até mais forte do que o pecado e a morte e, com a sua oração, suscita este revelar-se divino. Mediador de vida, o intercessor solidariza com o povo; desejoso unicamente da salvação que o próprio Deus deseja, ele renuncia à perspectiva de se tornar um novo povo agradável ao Senhor. A frase que Deus lhe tinha dirigido, «de ti farei uma grande nação», nem sequer é tomada em consideração pelo «amigo» de Deus, que ao contrário está pronto a assumir sobre si mesmo não só a culpa do seu povo, mas todas as suas consequências. Quando, depois da destruição do bezerro de ouro, ele voltar ao monte para pedir de novo a salvação de Israel, dirá ao Senhor: «Rogo-te que lhes perdoes agora este pecado! Senão, apaga-me do livro que escreveste» (v. 32). Com a oração, desejando a vontade de Deus, o intercessor entra cada vez mais profundamente no conhecimento do Senhor e da sua misericórdia, tornando-se capaz de um amor que chega até ao dom total de si mesmo. Em Moisés, que está no alto do monte face a face com Deus e que se faz intercessor para o seu povo e se oferece a si próprio — «apaga-me»os Padres da Igreja viram uma prefiguração de Cristo que, no alto da cruz, realmente está diante de Deus, não apenas como amigo, mas como Filho. E não só se oferece — «apaga-me» — mas com o seu coração trespassado faz-se cancelar, torna-se como diz o próprio são Paulo, pecado, carrega sobre si os nossos pecados para nos salvar a todos; a sua intercessão é não só solidariedade, mas identificação connosco: traz todos nós no seu corpo. E assim toda a sua existência de homem e de Filho é um clamor ao Coração de Deus, é perdão, mas perdão que transforma e renova.

Penso que devemos meditar sobre estas realidades. Cristo está diante do Rosto de Deus e reza por mim. A sua oração na Cruz é contemporânea a todos os homens, contemporânea a mim: Ele reza por mim, sofreu e sofre por mim, identificou-se comigo, assumindo o nosso corpo e a nossa alma humana. E convida-nos a entrar nesta sua identidade, fazendo-nos um corpo, um só espírito com Ele, porque do alto da Cruz Ele não trouxe novas leis, tábuas de pedra, mas trouxe a si mesmo, o seu corpo e o seu sangue, como nova aliança. É assim que nos faz consanguíneos com Ele, um corpo com Ele, identificados com Ele. Convida-nos a entrar nesta identificação, a estar unidos com Ele no nosso desejo de ser um corpo, um só espírito com Ele. Oremos ao Senhor, para que esta identificação nos transforme, nos renove, porque o perdão é renovação, é transformação.

Gostaria de concluir esta catequese com as palavras do apóstolo Paulo aos cristãos de Roma: «Quem poderia acusar os escolhidos de Deus? É Deus quem os justifica. Quem os condenará? Cristo Jesus, que morreu, ou melhor, que ressuscitou, que está à direita de Deus, é quem intercede por nós! Quem nos separará do amor de Cristo? [...] nem a morte, nem a vida, nem os anjos, nem os principados [...] nem qualquer outra criatura nos poderá separar do amor que Deus nos testemunha em nosso Senhor Jesus Cristo» (Rm 8, 33-35.38.39).



Saudação

Amados peregrinos de língua portuguesa, a minha saudação amiga para todos, com menção especial das Irmãs Franciscanas Hospitaleiras da Imaculada Conceição, em festa pela recente beatificação da sua Madre Fundadora. Esta queria ver-vos todas unidas num mesmo e único pensamento: Deus. No pensamento e serviço de cada uma, o hóspede seja Deus; e, com Ele, a vossa vida não poderá deixar de ser feliz. Sobre vós, vossas comunidades e famílias desça a minha Bênção.

PAPA BENTO XVI O homem em oração Luta noturna e encontro com Deus

 
Praça de São Pedro
Quarta-feira, 25 de Maio de 2011

 


O homem em oração (4)

Luta noturna e encontro com Deus (Gn 32, 23-33)

Queridos irmãos e irmãs

Hoje gostaria de meditar convosco sobre um texto do Livro do Génesis, que narra um episódio bastante particular da história do Patriarca Jacob. É um trecho de não fácil interpretação, mas importante para a nossa vida de fé e de oração; trata-se da narração da luta com Deus no vau do Jaboc, da qual ouvimos um trecho.

Como recordareis, Jacob tinha subtraído ao seu irmão gémeo Esaú a primogenitura, em troca de um prato de lentilhas, e depois obtivera com o engano a bênção do pai Isaac, já muito idoso, aproveitando-se da sua cegueira. Tendo fugido à ira de Esaú, refugiou-se na casa de um parente, Labão; casou, enriqueceu e agora voltava para a sua terra natal, pronto a enfrentar o irmão, depois de ter tomado algumas prudentes precauções. Mas quando tudo está pronto para este encontro, após levar aqueles que estavam com ele a atravessar o vau da torrente que delimitava o território de Esaú, Jacob, permanecendo só é agredido repentinamente por um desconhecido, com o qual luta durante uma noite inteira. É precisamente este combate corpo corpo — que encontramos no capítulo 32 do Livro do Génesis — que se torna para ele uma experiência singular de Deus.

A noite é o tempo favorável para agir no escondimento, portanto, o melhor tempo para Jacob, para entrar no território do irmão sem ser visto e talvez com a ilusão de surpreender Esaú. Porém, é ele que é surpreendido por um ataque imprevisto, para o qual não estava preparado. Tinha usado a sua astúcia para procurar subtrair-se a uma situação perigosa, e pensava que conseguiria ter tudo sob controle, e no entanto agora encontra-se a enfrentar uma luta misteriosa, que o surpreende na solidão e sem lhe dar a possibilidade de organizar uma defesa adequada. Inerme, no meio da noite, o Patriarca Jacob combate com alguém. O texto não especifica a identidade do agressor; utiliza um termo hebraico que indica «um homem» de modo genérico, «um, alguém»; portanto, trata-se de uma definição incerta, indeterminada, que mantém o assaltante voluntariamente no mistério. Está escuro e Jacob não consegue ver de modo distinto o seu adversário, e também para o leitor, para nós, ele permanece desconhecido; alguém se opõe ao Patriarca: este é o único dado certo oferecido pelo narrador. Só no final, quando a luta tiver terminado e aquele «alguém» tiver desaparecido, só então Jacob o mencionará e poderá dizer que lutou com Deus.

Portanto, este episódio tem lugar na obscuridade e é difícil reconhecer não apenas a identidade do agressor de Jacob, mas também qual é o andamento da luta. Lendo este trecho, é difícil estabelecer qual dos dois adversários consegue prevalecer; os verbos utilizados são muitas vezes sem um sujeito explícito, e os gestos realizam-se de modo quase contraditório, de tal forma que quando se pensa que prevalece um dos dois, a acção sucessiva desmente imediatamente e apresenta o outro como vencedor. Com efeito, no início Jacob parece ser o mais forte, e o adversário — reza o texto — «não podia vencê-lo» (v. 26); e no entanto, atinge Jacob na articulação do fémur, provocando-lhe uma luxação. Então, pensar-se-ia que Jacob deve sucumbir mas, ao contrário, é o outro que lhe pede para o deixar partir; e o Patriarca rejeita, pondo uma condição: «Não te deixarei partir, enquanto não me abençoares» (v. 27). Aquele que, com o engano, tinha defraudado o irmão da bênção do primogénito, agora pretende-a do desconhecido, cujos vestígios divinos começa a entrever, mas sem o poder ainda reconhecer verdadeiramente.

O rival, que parece detido e portanto derrotado por Jacob, em vez de se submeter ao pedido do Patriarca, pergunta-lhe o nome: «Qual é o teu nome?». E o Patriarca responde: «Jacob» (v. 28). Aqui, a luta passa por uma mudança importante. Com efeito, conhecer o nome de alguém implica uma espécie de poder sobre a pessoa, porque o nome, na mentalidade bíblica, contém em si a realidade mais profunda do indivíduo, revela o seu segredo e o seu destino. Então, conhecer o nome quer dizer conhecer a verdade acerca do outro e isto permite poder dominá-lo. Portanto, quando à pergunta do desconhecido, Jacob revela o próprio nome, coloca-se nas mãos do seu opositor, é uma forma de rendição, de entrega total de si ao outro.

Mas neste gesto de se render, paradoxalmente também Jacob é vencedor, porque recebe um nome novo, juntamente com o reconhecimento de vitória da parte do adversário, que lhe diz: «O teu nome não será mais Jacob, mas Israel, porque lutaste com Deus e com os homens, e venceste» (v. 29). «Jacob» era um nome que evocava a origem problemática do Patriarca; com efeito, em hebraico recorda o termo «calcanhar», e remete o leitor para o momento do nascimento de Jacob quando, saindo do ventre materno, segurava com a mão o calcanhar do irmão (cf. Gn 25, 26), quase prefigurando a sua superação em detrimento do irmão, que teria realizado quando fosse adulto; mas o nome Jacob evoca também o verbo «enganar, suplantar». Pois bem, agora na luta o Patriarca revela ao seu opositor, num gesto de entrega e de rendição, a própria realidade de enganador, de derrotador; mas o outro, que é Deus, transforma esta realidade negativa em positiva: Jacob o enganador torna-se Israel, pois recebe um nome novo que assinala uma nova identidade. Mas também aqui, a narração conserva a sua duplicidade voluntária, porque o significado mais provável do nome Israel é: «Deus é forte, Deus vence».

Portanto, Jacob prevaleceu, venceu — é o próprio adversário que o afirma — mas a sua nova identidade, recebida do próprio adversário, afirma e testemunha a vitória de Deus. E quando Jacob perguntar por sua vez o nome do seu contendente, ele rejeitará dizê-lo, mas revelar-se-á num gesto inequívoco, concedendo-lhe a bênção. Aquela bênção que o Patriarca tinha pedido no início da luta agora é-lhe concedida. E não se trata de uma bênção obtida com o engano, mas aquela concedida gratuitamente por Deus, que Jacob pode receber porque já sozinho, sem protecção, sem astúcias nem vigarices, se entrega inerme, aceita render-se e confessa a verdade sobre si mesmo. Assim, no final da luta, após ter recebido a bênção, o Patriarca pode finalmente reconhecer o outro, o Deus da bênção: «Porque — disse — eu vi a Deus face a face, e conservei a vida» (v. 31), e agora pode atravessar o vau, portador de um nome novo mas «vencido» por Deus e marcado para sempre, coxeando pela ferida recebida.

As explicações que a exegese bíblica pode oferecer a propósito deste trecho são múltiplas; de modo particular, os estudiosos reconhecem nele intenções e componentes literários de vários tipos, assim como referências a certas narrações populares. Mas quando estes elementos são assumidos pelos autores sagrados e inseridos na narração bíblica, eles mudam de significado e o texto abre-se a dimensões mais amplas. Portanto, no episódio da luta de Jaboc oferece-se ao fiel um texto paradigmático em que o povo de Israel fala da própria origem e delineia as características de uma relação especial entre Deus e o homem. Por isso, como é afirmado também no Catecismo da Igreja Católica, «a tradição espiritual da Igreja viu nesta narrativa o símbolo da oração como combate da fé e vitória da perseverança» (n. 2.573). O texto bíblico fala-nos da longa noite da busca de Deus, da luta para conhecer o seu nome e para ver o seu rosto; trata-se da noite da oração que, com tenacidade e perseverança, pede a Deus a bênção e um nome novo, uma renovada realidade, fruto de conversão e perdão.

Assim, a noite de Jacob no vau do Jaboc torna-se para o fiel um ponto de referência para compreender a relação com Deus que, na oração, encontra a sua máxima expressão. A oração exige confiança, proximidade, quase num corpo a corpo simbólico não com um Deus adversário, inimigo, mas com o Senhor que abençoa, que permanece sempre misterioso, que parece inalcançável. Por isso, o autor sagrado utiliza o símbolo da luta, que implica força de espírito, perseverança e tenacidade para alcançar aquilo que se deseja. E se o objecto do desejo é a relação com Deus, a sua bênção e o seu amor, então a luta não poderá deixar de culminar no dom pessoal a Deus, no reconhecimento da própria debilidade, que vence precisamente quando consegue entregar-se nas mãos misericordiosas de Deus.

Caros irmãos e irmãs, toda a nossa vida é como esta longa noite de luta e de oração, que deve ser consumida no desejo e na busca de uma bênção de Deus, a qual não pode ser arrebatada nem vencida contando com as nossas forças, mas deve ser recebida d’Ele com humildade, como dom gratuito que enfim permite reconhecer o rosto do Senhor. E quando isto acontece, toda a nossa realidade muda, recebemos um nome novo e a bênção de Deus. E ainda mais: Jacob, que recebe um nome novo, torna-se Israel, dá um nome novo também ao lugar onde lutou com Deus, onde O interpelou; renomeia-o Penuel, que significa «Face de Deus». Com este nome, reconhece aquele lugar repleto da presença do Senhor e torna sagrada aquela terra, imprimindo-lhe quase a memória daquele encontro misterioso com Deus. Aquele que se deixa abençoar por Deus abandona-se a Ele, deixa-se transformar por Ele e torna o mundo abençoado. Que o Senhor nos ajude a combater o bom combate da fé (cf. 1 Tm 6, 12; 2 Tm 4, 7) e a pedir, na nossa oração, a sua bênção para que nos renove na expectativa de ver a sua Face. Obrigado!



Saudação

Queridos peregrinos vindos de Portugal e do Brasil, nomeadamente da paróquia de Itú, agradeço a vossa presença e quanto a mesma significa de confissão de fé e amor a Deus. Procurai sempre na oração o auxílio do Senhor para combater a boa batalha da fé. De coração, a todos abençôo. Ide com Deus!