sábado, 13 de fevereiro de 2016

Benedicto XVI...“La comunión en Cristo es el cumplimiento de los más profundos anhelos del hombre”


sábado, 13 de fevereiro de 2016

Benedicto XVI...“La comunión en Cristo es el cumplimiento de los más profundos anhelos del hombre”




Queridos amigos y hermanos del blog: Ayer, durante la Audiencia General de los miércoles, el santo padre Benedicto XVI continuó la catequesis semanal por el Año de la Fe, centrando este vez el tema en “Dios revela su benévolo designio”. A continuación les comparto el texto íntegro del papa:

Queridos hermanos y hermanas: al comienzo de su carta a los cristianos de Éfeso (cf. 1, 3-14), el apóstol Pablo eleva una oración de bendición a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, oración que hemos escuchado recién, y que nos introduce a vivir el tiempo del Adviento, en el contexto del Año de la fe. El tema de este himno de alabanza es el plan de Dios con respecto al hombre, que se define en términos llenos de alegría, de asombro y de gratitud, como un "benévolo designio" (v. 9), de misericordia y de amor.

¿Por qué el apóstol eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón, esta bendición? Debido a que ve su obra en la historia de la salvación, que culmina en la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y contempla cómo el Padre Celestial nos ha elegido antes de la fundación del mundo, para ser sus hijos adoptivos, en su Hijo Unigénito, Jesucristo (cf. Rm. 8,14 s; Gal. 4,4s). Por lo tanto, nosotros existimos desde la eternidad en la mente de Dios, en un gran proyecto que Dios ha reservado para sí mismo y que ha decidido poner en práctica y de revelar en "la plenitud de los tiempos" (cf. Ef. 1,10). San Pablo nos ayuda a entender, cómo toda la creación y, en particular, el hombre y la mujer no son el resultado de la casualidad, sino que responden a un proyecto de bondad de la razón eterna de Dios, que con la fuerza creadora y redentora de su Palabra, da origen al mundo. Esta primera afirmación nos recuerda que nuestra vocación no es simplemente existir en el mundo, estar insertados en una historia, ni tampoco ser solamente una criatura de Dios; es algo más grande: es el haber sido elegidos por Dios incluso antes de la creación del mundo, en el Hijo, Jesucristo. En Él, existimos, por así decirlo, ya desde siempre. Dios nos considera en Cristo, como hijos adoptivos. El "proyecto benévolo" de Dios, que es calificado por el Apóstol como "proyecto de amor" (Ef. 1,5), es definido como "el misterio" de la voluntad de Dios (v. 9), escondido y ahora revelado en la Persona y en la obra de Cristo. La iniciativa divina precede a toda respuesta humana: es un don gratuito de su amor que nos envuelve y nos transforma.

Pero ¿cuál es el objetivo final de este plan misterioso? ¿Cuál es el centro de la voluntad de Dios? Es aquello, --nos dice san Pablo--, de "hacer que todo tenga a Cristo por cabeza" (v. 10). En esta expresión se encuentra una de las formulaciones centrales del Nuevo Testamento que nos hacen entender el plan de Dios, y su designio de amor por la humanidad, una formulación que en el siglo II, san Ireneo de Lyon colocó como núcleo de su cristología: "recapitular" toda la realidad en Cristo. Tal vez algunos de ustedes recuerden la fórmula usada por el papa san Pío X para la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús:"Restaurar todas las cosas en Cristo" (Instaurare omnia in Christo), una fórmula que hace referencia a esta expresión paulina, y que también fue el lema de aquel santo Pontífice.

El Apóstol, sin embargo, habla más específicamente de recapitular el universo en Cristo, y esto significa que en el gran esquema de la creación y de la historia, Cristo se presenta como el centro de todo el camino del mundo, la columna vertebral de todo, que atrae a sí mismo la totalidad de la realidad misma, para superar la dispersión y el límite, y conducir todo a la plenitud querida por Dios (cf. Ef. 1,23).

Este "designio benevolente" no ha permanecido, por así decirlo, en el silencio de Dios, en la cumbre de su Cielo, sino que Él lo ha hecho saber entrando en relación con el hombre, al cual no le ha revelado cualquier cosa, sino a sí mismo. Él no ha comunicado simplemente un conjunto de verdades, sino que sea ha auto-comunicado a nosotros, hasta ser uno de nosotros, a encarnarse. El Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Dei Verbum dice: "Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina" (n. 2). Dios no solo dice algo, sino que se comunica, nos introduce en la naturaleza divina, de modo que estemos envueltos en ella, divinizados. Dios revela su gran proyecto de amor al entrar en relación con el hombre, acercándose a él hasta el punto de hacerse él mismo un hombre. "Lo invisible de Dios --continúa la Dei Verbum--, en su abundante amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex. 33,11; Jn. 15,14-15) y mora con ellos (cf. Ba. 3,38) para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía" (ibid.). Con la sola inteligencia y sus capacidades, el hombre no habría podido alcanzar esta revelación tan brillante del amor de Dios; es Dios quien ha abierto su cielo y se abajado para conducir al hombre hacia el abismo de su amor.

Más aún, san Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta la profundidades de Dios" (1 Co. 2, 9-10). Y san Juan Crisóstomo, en una famosa página de comentario a la Carta a los Efesios, invita a disfrutar de toda la belleza del "benévolo designio" de Dios revelado en Cristo. Y san Juan Crisóstomo dice: "¿Qué te falta? Te has convertido en inmortal, te has hecho libre, te has convertido en hijo, te has convertido en justo, eres un hermano, te has convertido en un coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres glorificado. Todo se nos ha dado, y --como está escrito-- ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm. 8,32). Tus primeros frutos (cf. 1 Co. 15, 20.23) son adorados por los ángeles [...]: ¿qué te falta?" (PG 62.11).

Esta comunión en Cristo por obra del Espíritu Santo, ofrecida por Dios a todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que se superpone a nuestra humanidad, sino que es el cumplimiento de los más profundos anhelos, de aquel deseo del infinito y de plenitud que habita en las profundidades del ser humano, y lo abre a una felicidad no temporal y limitada, sino eterna. San Buenaventura de Bagnoregio, en referencia a Dios que se revela y nos habla a través de las Escrituras, para llevarnos a Él, dice: "La Sagrada Escritura es [...] el libro en el que están escritas palabras de vida eterna para que, no solo creamos, sino también poseamos la vida eterna, donde veremos, amaremos y todos nuestros deseos se realizarán" (Breviloquium, Prol., Opera Omnia V, 201s.).

Finalmente, el beato papa Juan Pablo II dijo, y cito, que "La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe." (Fides et ratio, 14).

En esta perspectiva, ¿cuál es entonces el acto de fe? Es la respuesta del hombre a la Revelación de Dios, que se da a conocer, que manifiesta su designio de benevolencia; y es, para usar una expresión de san Agustín, dejarse tomar de la verdad que es Dios, una verdad que es Amor. Por esto san Pablo subraya como a Dios, que ha revelado su misterio, se le deba "la obediencia de la fe" (Rm. 16,26; cf.1,5; 2 Co. 10, 5-6), la actitud con la que "el hombre se confía libre y totalmente a Dios, "prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El". (Cost. Dogm. Dei Verbum, 5). La obediencia no es un acto de imposición, sino es un dejarse, un abandonarse en el océano de la bondad de Dios.

Todo esto lleva a un cambio fundamental en la manera en que nos relacionamos con la realidad entera, todo aparece en una nueva luz; se trata por lo tanto, de una verdadera "conversión", la fe es un "cambio de mentalidad", porque el Dios que se ha revelado en Cristo y ha dado a conocer su plan de amor, nos toma, nos atrae a sí mismo, se convierte en el sentido que sostiene la vida, la roca sobre la que se puede encontrar la estabilidad. En el Antiguo Testamento encontramos una expresión intensa sobre la fe, que Dios confía al profeta Isaías para comunicárselo al rey de Judá, Acaz. Dios dice: "Si no se afirman en mí –o sea, si no se mantienen fieles a Dios--, no serán firmes" (Is 7,9 b). Por lo tanto, existe un vínculo entre el permanecer y el comprender, que expresa bien cómo la fe es un acoger en la vida la visión de Dios sobre la realidad, dejar que Dios nos guíe a través de su Palabra y de los sacramentos, para entender lo que debemos hacer, cuál es el camino que debemos tomar, cómo vivir. Al mismo tiempo, sin embargo, es la comprensión a la manera de Dios, y ver con sus propios ojos lo que hace una vida sólida, que nos permite "estar de pie", y no caer.

Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que apenas hemos empezado, y que nos prepara para la Navidad, nos pone de frente el luminoso misterio de la venida del Hijo de Dios, al gran "diseño de bondad" con el que quiere atraernos a Sí, para hacernos vivir en plena comunión de alegría y de paz con Él. El Adviento nos invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como nosotros, para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su luz en la noche.

Benedicto XVI: “En la oración aprendemos a ver los signos del plan misericordioso de Dios”



Queridos hermanos y hermanas: nuestra oración es muy a menudo, una petición de ayuda en momentos de necesidad. Y esto es normal para el hombre porque necesitamos ayuda, necesitamos de los demás, necesitamos de Dios. Así es que para nosotros es normal pedirle algo a Dios, buscar su ayuda; y debemos tener en cuenta que la oración que el Señor nos enseñó: el "Padre nuestro" es una oración de petición, y con esta oración el Señor nos enseña la importancia de nuestra oración, limpia y purifica nuestros deseos, y de este modo limpia y purifica nuestro corazón. Así es que, si de por sí es algo normal que en la oración pidamos alguna cosa, no debería ser siempre así.

Hay también ocasión para dar gracias, y si estamos atentos, veremos que recibimos de Dios tantas cosas buenas: es tan bueno con nosotros que conviene, es necesario darle gracias. Y esta debe ser también una oración de alabanza: si nuestro corazón está abierto, a pesar de todos los problemas, apreciamos también la belleza de su creación, la bondad que nos muestra en su creación. Por lo tanto, no solo debemos pedirle, sino también alabar y dar gracias: solo así nuestra oración es completa. En sus cartas, san Pablo no habla solo de la oración, sino que también presenta oraciones de petición, oraciones de alabanza y de bendición por lo que Dios ha hecho y sigue realizando en la historia de la humanidad.

Y hoy quisiera detenerme en el primer capítulo de la Carta a los Efesios, que comienza justamente con una oración, que es un himno de bendición, una expresión de gratitud, de alegría. San Pablo bendice a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque en Él nos hizo "conocer el misterio de su voluntad" (Ef. 1,9). En realidad hay razón para dar gracias porque Dios nos hace conocer lo que está oculto: su voluntad con nosotros, para nosotros, "el misterio de su voluntad." "Mysterion", "Misterio": un término que se repite con frecuencia en la sagrada escritura y en la liturgia. No quisiera entrar ahora en la filología, pero en el lenguaje común significa lo que no se puede conocer, una realidad que no podemos abarcar con nuestra propia inteligencia. El himno que abre la Carta a los Efesios nos lleva de la mano hacia un significado más profundo de este término y de la realidad que nos muestra. Para los creyentes, el "misterio" no es tanto lo desconocido, sino sobre todo la voluntad misericordiosa de Dios, su diseño de amor que en Jesucristo se ha revelado plenamente y nos da la posibilidad de "comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo" (Ef. 3,18-19).

El "misterio desconocido" de Dios se ha revelado, y es que Dios nos ama, y nos ama desde el principio, desde la eternidad. Detengámonos un poco sobre esta oración solemne y profunda. "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef. 1,3). San Pablo utiliza el verbo "euloghein", que normalmente traduce la palabra hebrea "barak": que es alabar, glorificar, dar gracias a Dios Padre como el origen de los bienes de la salvación, como Aquel que "nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo". El Apóstol agradece y alaba, pero también reflexiona sobre las razones que empujan al hombre a esta alabanza, a este agradecimiento presentando los elementos clave del plan divino y sus etapas. En primer lugar tenemos que bendecir a Dios Padre porque --como escribe san Pablo--, Él "nos escogió antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (v. 4). Lo que nos hace santos y sin mancha es la caridad.

Dios nos ha llamado a la existencia, a la santidad. Y esta elección precede incluso a la creación del mundo. Desde siempre hemos estado en su plan, en su mente. Con el profeta Jeremías, podemos decir también nosotros que antes de formarnos en el vientre de nuestra madre, Él ya nos ha conocido (cf. Jr. 1,5); y conociéndonos nos ha amado. La vocación a la santidad, es decir, a la comunión con Dios, pertenece al plan eterno de este Dios, un diseño que se extiende en la historia y abarca a todos los hombres y mujeres del mundo, porque es una llamada universal. Dios no excluye a nadie, su plan es solo de amor. San Juan Crisóstomo dice: "Dios mismo nos ha hecho santos, por lo que estamos llamados a ser santos. Santo es aquel que vive en la fe" (Omelie sulla Lettera agli Efesini, 1,1,4). San Pablo continúa: Dios nos ha predestinado, nos ha elegido para ser "hijos adoptivos por medio de Jesucristo", a ser incorporados en su Hijo unigénito.

El Apóstol pone de relieve la generosidad de este maravilloso plan de Dios para la humanidad. Dios nos escoge no porque seamos buenos, sino porque Él es bueno. En la antigüedad había una palabra sobre la bondad: bonum est diffusivum sui; el bien se comunica, es parte de la esencia del bien que se comunique, que se extienda. Es asíporque Dios es la bondad, es la comunicación de la bondad, Él quiere comunicar; Él crea porque quiere comunicarnos su bondad y hacernos buenos y santos. En el centro de la oración de bendición, el Apóstol muestra la forma en que se lleva a cabo el plan de salvación del Padre en Cristo, en su Hijo amado. Escribe: "En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia" (Ef. 1,7).

El sacrificio de la cruz de Cristo es el acontecimiento único e irrepetible con el que el Padre ha demostrado brillantemente su amor por nosotros, no solo con palabras, sino en términos concretos. Dios es tan real y su amor es tan real que entra en la historia, se hace hombre para sentir qué es, cómo es vivir en este mundo creado, y acepta el camino de sufrimiento de la pasión, sometido también a la muerte. Así de real es el amor de Dios, que participa no solo en nuestro ser, sino en nuestro sufrir y morir. El sacrificio de la cruz significa que llegamos a ser "propiedad de Dios", porque la sangre de Cristo nos ha rescatado del pecado, nos limpia de todo mal, nos saca de la esclavitud del pecado y de la muerte. San Pablo nos invita a considerar qué tan profundo es el amor de Dios que transforma la historia, que ha transformado su vida de perseguidor de los cristianos a un apóstol incansable del Evangelio. Se hacen eco una vez más, las tranquilizadoras palabras de la Carta a los Romanos: "Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm. 8,31-32.38-39). Esta certeza --Dios está por nosotros, y ninguna criatura podrá separarnos de Él, porque su amor es más fuerte--, tenemos que insertarla en nuestro ser, en nuestra conciencia de cristianos. Por último, la bendición divina se cierra con una referencia al Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones; el Paráclito que hemos recibido como un sello prometido: "Él --dice Pablo--, es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Ef. 1,14).

La redención no es todavía completa --lo escuchamos--, pero encontrará su plena realización cuando aquellos que Dios ha adquirido sean totalmente salvos. Nosotros todavía estamos en el camino de la redención, cuya realidad esencial se ha dado con la muerte y resurrección de Jesús. Estamos en el camino a la redención definitiva, hacia la plena liberación de los hijos de Dios. Y el Espíritu Santo es la certeza de que Dios llevará a cumplimiento su plan de salvación, cuando conduzca "a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef. 1,10). San Juan Crisóstomo comenta sobre este punto: "Dios nos escogió por la fe y ha marcado en nosotros el sello de la herencia de la gloria futura" (Omelie sulla Lettera agli Efesini 2,11-14). Tenemos que aceptar que el camino de nuestra redención es también nuestro camino, porque Dios quiere criaturas libres, que digan libremente que sí; pero es sobre todo y primero, Su camino. Estamos en sus manos y ahora es nuestra libertad el ir en el camino abierto por Él. Vamos por este camino de la redención, junto con Cristo, y sentimos que la redención se realiza. La visión que nos presenta san Pablo en esta gran oración de bendición, nos ha llevado a contemplar la acción de las tres Personas de la Santísima Trinidad: el Padre que nos ha elegido antes de la fundación del mundo, ha pensado en nosotros y nos ha creado; el Hijo que nos ha redimido por su sangre, y la promesa del Espíritu Santo, prenda de nuestra redención y de la gloria futura.

En la oración constante, en la relación diaria con Dios, aprendemos también nosotros, como san Pablo, a distinguir con más claridad los signos de este diseño y de esta acción: de la belleza del Creador, en la belleza que surge de sus criaturas (cf. Ef 3,9 ), como lo canta san Francisco de Asís: "Alabado sea mi Señor, con todas tus criaturas" (FF 263). Es importante estar atento aún ahora, en el periodo de las vacaciones, a la belleza de la creación y ver revelarse en esta belleza el rostro de Dios. En sus vidas, los santos indican de modo brillante qué puede hacer el poder de Dios en la debilidad del hombre. Y puede hacerlo también con nosotros. En toda la historia de la salvación, en la que Dios se ha hecho cercano a nosotros y espera pacientemente nuestros tiempos, incluyendo nuestras infidelidades, alienta nuestros esfuerzos y nos guía. En la oración aprendemos a ver los signos de este plan misericordioso en el camino de la Iglesia. Así, crecemos en el amor de Dios, abriendo la puerta a fin de que la Santísima Trinidad venga a morar en nosotros, ilumine, caliente, guíe nuestra existencia. "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn. 14,23), dice Jesús, prometiendo a sus discípulos el don del Espíritu Santo, que enseñará todo. San Ireneo dijo una vez que en la Encarnación el Espíritu Santo se ha habituado a estar en el hombre. En la oración, nosotros debemos habituarnos a estar con Dios. Esto es muy importante, que aprendamos a estar con Dios, y así veremos lo hermoso que es estar con Él, que es la redención.

Queridos amigos, cuando la oración alimenta nuestra vida espiritual nos volvemos capaces de conservar aquello que san Pablo llama "el misterio de la fe" en una conciencia pura (cf. 1 Tm. 3,9). La oración como una forma de "acostumbrarse" a estar junto a Dios, crea hombres y mujeres animados no por el egoísmo, del deseo de poseer, de la sed de poder, sino de la gratuidad, del deseo de amar, de la sed por servir, es decir, animados por Dios; y solo así se puede llevar luz a la oscuridad del mundo. Quisiera concluir esta catequesis con el epílogo de la Carta a los Romanos. Con san Pablo, también nosotros damos gloria a Dios porque nos ha dicho todo acerca de sí en Jesucristo y nos ha dado al Consolador, el Espíritu de la verdad. San Pablo escribe al final de la Carta a los Romanos: "A Aquel que puede consolidarlos conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un Misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente, por las Escrituras que lo predicen, por disposición del Dios eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe, a Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén" (16, 25-27). Gracias.

Benedicto XVI : La oración de cada día da sentido a nuestra vida cotidiana



Queridos amigos y hermanos del blog: la Audiencia General de este miércoles tuvo lugar a las 10,30 horas en la plaza de San Pedro, donde el santo padre Benedicto XVI se encontró con grupos de peregrinos y fieles llegados de Italia y de otros países. En el discurso en lengua italiana, el papa continuando la catequesis sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, ha centrado su meditación sobre el primado de la oración y del anuncio de la Palabra de Dios. Les ofrezco las palabras textuales del santo padre:

Queridos hermanos y hermanas: en la última catequesis, mostré que la Iglesia desde el inicio de su recorrido, ha debido afrontar situaciones imprevistas, cuestiones nuevas y situaciones de emergencia a las que ha tratado de responder a la luz de la fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo. Hoy quisiera detenerme a reflexionar sobre otra de estas situaciones, un problema serio que la primera comunidad cristiana de Jerusalén tuvo que enfrentar y resolver, como san Lucas narra en el sexto capítulo de los Hechos de los Apóstoles, referido al ministerio de la caridad ante las personas solas y necesitadas de asistencia y ayuda. La cuestión no es secundaria para la Iglesia y amenazó en ese momento con crear divisiones dentro de la misma; el número de discípulos, de hecho, fue en aumento, pero los de lengua griega comenzaron a quejarse contra los de lengua hebrea, porque sus viudas eran desatendidas en la distribución diaria (cf. Hch. 6,1). 

Frente a esta emergencia relacionada con un aspecto esencial en la vida de la comunidad, es decir, la caridad con los débiles, los pobres, los indefensos y la justicia, los apóstoles convocaron a todo el grupo de discípulos. En este tiempo de emergencia pastoral sobresale el discernimiento hecho por los apóstoles. Ellos se enfrentan a la exigencia primordial de proclamar la palabra de Dios de acuerdo con el mandato del Señor, pero aun siendo esta la primera exigencia de la Iglesia, consideran igualmente en serio el deber de la caridad y la justicia, es decir, el deber de ayudar a las viudas, a los pobres, de proveer con amor a las necesidades en que se encuentran los hermanos y hermanas, para responder al mandato de Jesús: ámense unos a otros como yo os los he amado (cf. Jn. 15,12.17 ).

Así, las dos realidades que se deben vivir en la Iglesia: la predicación de la palabra, la primacía de Dios, y la caridad práctica, la justicia, están creando dificultades y se debe encontrar una solución, para que ambas puedan tener su lugar, su relación justa. La reflexión de los apóstoles es muy clara, dicen, como hemos escuchado: "No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, busquen de entre ustedes a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de saber, y los pondremos al frente de esta tarea; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra" (Hch. 6, 2-4).

Hay dos cosas que aparecen: en primer lugar, existe desde aquel momento en la iglesia, un ministerio de la caridad. La Iglesia no solo debe proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y verdad. Y, en segundo lugar, estos hombres no solo deben gozar de buena reputación, sino que deben ser hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, que no pueden ser solo organizadores que saben cómo "hacer" sino que deben "hacer" según el espíritu de la fe con la la luz de Dios, en la sabiduría del corazón; y por lo tanto su función --si bien es sobretodo práctica--, es sin embargo una función espiritual. La caridad y la justicia no son solo acciones sociales, sino son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo. Así que podemos decir que esta situación se enfrenta con una gran responsabilidad por parte de los apóstoles que toman esta decisión: son elegidos siete hombres; los apóstoles oran para pedir la fuerza del Espíritu Santo; y luego les imponen las manos para que se dediquen de manera particular a este servicio de la caridad. Por lo tanto, en la vida de la iglesia, en los primeros pasos que realiza, se refleja en un cierto modo lo que sucedió durante la vida pública de Jesús, en casa de Marta y María en Betania. Marta estaba abrumada con el servicio de ofrecer hospitalidad a Jesús y a sus discípulos; María, sin embargo, se dedica a la escucha de la palabra del Señor (cf. Lc. 10,38-42). 

En ambos casos, no se oponen los momentos de oración y escucha de Dios, con la actividad diaria, con el ejercicio de la caridad. El llamado de Jesús: "Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada" (Lc. 10,41-42), así como la reflexión de los apóstoles: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch. 6,4), muestran la prioridad que debemos darle a Dios; yo no entraría ahora en la interpretación de esta perícopa Marta-María. En cualquier caso, no se condena la actividad por el prójimo, por el otro, pero se subraya que debe ser penetrada interiormente también por el espíritu de la contemplación. Por otro lado, san Agustín dice que esta realidad de María es una visión de nuestra situación en el cielo, por lo que en la tierra nunca podremos tenerlo toda, pero un poco de la anticipación sí debe estar presente en toda nuestra actividad. Debe estar presente también la contemplación de Dios. No debemos perdernos en el activismo puro, sino siempre dejarnos penetrar en nuestras actividades de la luz de la palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio a los demás, que no necesita de tantas cosas --necesita sin duda de las cosas necesarias--, pero sobre todo tiene necesidad del afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.

San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta de este modo a sus fieles y también a nosotros: "Buscamos tener también nosotros, aquello que no se nos puede quitar, dándole a la palabra del Señor una diligente atención, no distraída: ocurre también con las semillas de la palabra divina, que se pierden si se plantan a lo largo del camino. Te estimule también a ti, como a María, el deseo de saber: este es la más grande, la obra más perfecta" Y añade también que: "el cuidado por el ministerio no distraiga la atención de la palabra divina", por la oración (Expositio Evangelii secundum Lucam, VII, 85: PL 15, 1720). Los santos, por lo tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre la oración y la acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos. San Bernardo, que es un modelo de armonía entre la contemplación y la actividad, en su libro De consideratione, dirigido al papa Inocencio II para ofrecerle algunas reflexiones sobre su ministerio, insiste precisamente en la importancia del recogimiento interior, de la oración para defenderse de los peligros de una actividad excesiva, cualquiera que sea la condición en la que se encuentra y la tarea que se esté llevando a cabo. San Bernardo dice que las muchas ocupaciones, una vida frenética, a menudo terminan endureciendo el corazón y hacen sufrir el espíritu (cf. II, 3).

Es un valioso recordatorio para nosotros hoy, acostumbrados a evaluar todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo --sin duda se crea un verdadero ministerio--, del compromiso en la actividad diaria que se lleva a cabo con responsabilidad y dedicación, pero también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que nos da fortaleza y esperanza. Sin la oración diaria fielmente vivida, nuestra acción se vacía, pierde su alma profunda, se reduce a un simple activismo sencillo que con el tiempo nos deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana para ser recitada antes de una actividad, que dice: «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur», es decir, "Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar, tenga siempre en ti su principio y en ti su cumplimiento". Cada paso de nuestra vida, cada acción, incluso en la iglesia, debe estar realizada ante Dios, a la luz de su palabra.

En la catequesis del pasado miércoles, había subrayado la oración unánime de la primera comunidad cristiana frente a la prueba y cómo, justamente en la oración, en la meditación de la sagrada escritura, ha podido entender los acontecimientos que estaban ocurriendo. Cuando la oración se nutre de la palabra de Dios, podemos ver la realidad con nuevos ojos, con los ojos de la fe y el Señor, que habla a la mente y al corazón, da una nueva luz al camino en todo momento y en cualquier situación. Creemos en el poder de la palabra de Dios y en la oración.Incluso la dificultad que estaba experimentando la Iglesia frente al problema del servicio a los pobres, a la cuestión de la caridad, viene superada a través de la oración, a la luz de Dios, del Espíritu Santo. Los apóstoles no se limitan a ratificar la elección de Esteban y de los demás hombres. Sino "habiendo hecho oración, les impusieron las manos" (Hch. 6,6). El evangelista recordará estos gestos de nuevo en la elección de Pablo y Bernabé, donde leemos: "Después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los enviaron" (Hch. 13,3). Confirma una vez más que el servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. Ambas realidades deben ir juntas.

Con el gesto de la imposición de las manos, los apóstoles confieren un ministerio particular a siete hombres, para que se les diera la correspondiente gracia. El énfasis de la oración, "después de haber rezado", es importante porque pone de relieve la dimensión espiritual del gesto; no se trata simplemente de asignar un encargo como en una organización social, sino que es un acontecimiento eclesial en que el Espíritu Santo toma posesión de siete hombres escogidos por la iglesia, consagrándolos en la Verdad que es Jesucristo: Él es el protagonista silencioso, presente en la imposición de las manos para que los elegidos sean transformados por su poder y santificados para hacer frente a los desafíos prácticos, los desafíos pastorales. Y el énfasis en la oración nos recuerda también que solo por la relación íntima con Dios, cultivada todos los días, nace la respuesta a la elección del Señor y se le confían todos los ministerios en la iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, el problema pastoral que llevó a los apóstoles a elegir y a imponer las manos sobre siete varones encargados ​​del servicio de la caridad, para dedicarse ellos a la oración y a la proclamación de la Palabra, nos señala también a nosotros, la primacía de la oración y de la palabra de Dios, que, sin embargo, produce luego también la acción pastoral. Para los pastores esta es la primera y más valiosa forma de servicio a la grey a ellos confiadaSi los pulmones de la oración y la palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el riesgo de asfixiarnos en medio de miles de cosas todos los días: la oración es la respiración del alma y de la vida. Y hay otro valioso llamado que me gustaría destacar: en la relación con Dios, en la escucha de su Palabra, en el diálogo con Dios, incluso cuando estamos en el silencio de una Iglesia o en nuestra habitación, estamos unidos en el Señor con muchos hermanos y hermanas en la fe, como un conjunto de instrumentos que, a pesar de su individualidad, elevan una única y gran sinfonía de intercesiones a Dios, de acción de gracias y de alabanzas.

Benedicto XVI: “La oración contemplativa y la unión con Dios no aleja del mundo ni de la realidad”



Queridos amigos y hermanos del blog: la Audiencia General de ayer mañana ha tenido lugar a las 10,30 en la Aula Pablo VI, donde Benedicto XVI se ha encontrado con grupos de fieles llegados de Italia y del mundo. En su discurso en lengua italiana el santo padre ha reanudado su catequesis sobre la oración en las Cartas de San Pablo. Les ofrezco el texto completo de las palabras del papa.

Queridos hermanos y hermanas:El encuentro diario con el Señor y la frecuencia a los sacramentos nos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus palabras, a su acción. La...oración no es solamente el aliento del alma, sino, para usar una imagen, es también el oasis de paz en el que podemos sacar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir a la montaña de la santidad, para que estemos siempre más cerca de Él, ofreciéndonos a lo largo del camino luz y consuelo. Esta es la experiencia personal a la que san Pablo se refiere en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los Corintios, en la que quiero detenerme hoy. En contra de quien impugnaba la legitimidad de su apostolado, él no repasa tanto las comunidades que ha fundado, los kilómetros que ha recorrido; no se limita a recordar las dificultades y las oposiciones que ha enfrentado para anunciar el Evangelio, sino que señala su relación con el Señor, una relación tan intensa, también caracterizada de momentos de éxtasis, de contemplación profunda (cfr. 2 Cor. 12,1); por lo que no se jacta de lo que hizo, de su fuerza, de sus actividades y logros, sino de la acción que ha hecho Dios en él y a través de él.

Con gran moderación, cuenta el momento en que vive la experiencia particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que catorce años antes del envío de la Carta "fue arrebatado –así dice--, hasta el tercer cielo" (v. 2). Con el lenguaje y los modos con que cuenta lo que no se puede pronunciar, san Pablo habla del hecho incluso en tercera persona; afirma de un hombre raptado al "jardín" de Dios, en el paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa, que el Apóstol no recuerda el contenido de la revelación recibida, pero tiene muy presente la fecha y las circunstancias en las que el Señor lo tomó totalmente, lo atrajo hacia sí, como lo había hecho en el camino de Damasco en el momento de su conversión (cf. Flp. 3,12). San Pablo añade que, justamente, para no alzarse en soberbia por la grandeza de las revelaciones recibidas, él lleva sobre sí un "aguijón" (2 Cor. 12,7), un sufrimiento, y suplica al Resucitado de ser liberado del enviado del Diablo, de tal dolorosa espina en la carne. Por tres veces, dice, oró fervientemente al Señor para que le quite esta prueba. Y es en esta situación que, en la profunda contemplación de Dios, durante la cual "oyó palabras inefables que no es permitido a nadie pronunciar" (v. 4), recibió respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige una palabra clara y tranquilizadora: "Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza" (v. 9).

El comentario de Pablo a estas palabras nos puede dejar sorprendidos, pero revela la forma en que él había entendido lo que significa realmente ser un apóstol del Evangelio. Exclama así: "Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones, y las angustias sufridas por Cristo; pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte "(v. 9b-10), es decir, no hace alarde de sus acciones, sino de la actividad de Cristo que actúa justamente en su debilidad.

Detengámonos ahora un momento en este hecho que se produjo durante los años en que san Pablo vivió en silencio y en contemplación, antes de comenzar a viajar al Occidente para anunciar a Cristo, porque esta actitud de profunda humildad y confianza frente a la manifestación de Dios, es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y en nuestras debilidades. En primer lugar, de cuáles debilidades habla el Apóstol? ¿Qué es este "aguijón" en la carne? No lo sabemos y no nos lo dice, pero su actitud nos hace comprender que todas las dificultades en el seguimiento de Cristo y en el testimonio de su Evangelio, puede ser superado abriéndose con confianza a la acción del Señor.

San Pablo es muy consciente de ser un "siervo inútil" (Lc. 17,10) --no es él quien ha hecho las grandes cosas, es el Señor--, un "vaso de barro" (2 Cor 4,7), en el cual Dios pone la riqueza y el poder de su gracia. En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo entiende claramente la forma de enfrentar y vivir cada hecho, sobretodo el sufrimiento, la dificultad, la persecución: cuando uno experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no abandona, no te deja solo, sino que se convierte en apoyo y fuerza. Por supuesto, Pablo hubiera preferido ser liberado de esta "espina", de este sufrimiento; pero Dios dice: "No, eso es para ti. Tendrás la gracia suficiente para resistir y hacer lo que debe hacerse". Esto también se aplica a nosotros. El Señor no nos libera de los males, más bien nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones. La fe, por lo tanto, nos dice que si permanecemos en Dios, "mientras nuestro hombre exterior se va desmoronando --son muchas las dificultades--, el hombre interior se renueva, madura de día en día justamente en la prueba" (cfr. V. 16).

El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros que "el momentáneo, ligero peso de nuestra tribulación nos procura, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna" (v. 17) En realidad, humanamente hablando, no era ligero el peso de las dificultades, era gravísimo; pero en comparación con el amor de Dios, con la grandeza del ser amados por Dios, es ligero, a sabiendas de que la cantidad de la gloria será incalculable. Así, en la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades lo que realiza el Reino de Dios, sino es Dios que obra maravillas a través de nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia a lo encomendado. Debemos, por tanto, tener la humildad para no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar, con la ayuda del Señor, en la viña del Señor, confiándonos en Él como frágiles "vasos de barro".

San Pablo se refiere a dos revelaciones particulares que han cambiado radicalmente su vida. La primera --lo sabemos--, es la pregunta sobrecogedora en el camino de Damasco: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (Hch. 9,4), una pregunta que le llevó a descubrir y encontrar a Cristo vivo y presente, y a escuchar su llamado a ser apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le ha dirigido durante la experiencia de oración contemplativa sobre la que estábamos reflexionando: "Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza".

Solo la fe, el confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del Señor ha sido la fuerza que acompañó a san Pablo en el enorme esfuerzo por difundir el Evangelio, y su corazón ha entrado en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de dirigir a otros hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros.

En la oración abrimos, por lo tanto, nuestro ánimo al Señor para que Él venga a habitar en nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el Evangelio. Y es significativo también la palabra griega con que Pablo describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; utiliza episkenoo, que podemos tomar como "poner su propia tienda". El Señor continúa poniendo su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a morar en nuestra humanidad, quiere vivir en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.

La intensa contemplación de Dios experimentada por san Pablo recuerda aquella de los discípulos en el monte Tabor, cuando, viendo a Jesús transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo: "Rabí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Mc. 9,5). "No sabía qué decir, porque estaban atemorizados", añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque nos atrae hacia él y rapta nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; tremendo porque pone al descubierto nuestra debilidad humana, nuestra deficiencia, el esfuerzo para superar al Maligno que amenaza nuestras vidas, esa espina también clavada en nuestra carne. En la oración, en la contemplación cotidiana del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde está escrito: "Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro"(Rm. 8, 38-39).

En un mundo donde hay el riesgo de confiar únicamente en la eficiencia y el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y dar testimonio del poder de Dios que se comunica en la oración, con la que crecemos cada día en configurar nuestra vida a la de Cristo, el cual --como él mismo dice--, "fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios sobre ustedes" (2 Cor. 13,4).

Queridos amigos, en el siglo pasado, Albert Schweitzer, teólogo protestante y premio Nobel de la Paz, afirmaba que "Pablo es un místico y nada más que un místico", en realidad un hombre verdaderamente enamorado de Cristo y tan unido a Él, hasta poder decir: Cristo vive en mí. La mística de san Pablo no se fundamenta solo sobre la base de los acontecimientos extraordinarios que experimentó, sino también en la cotidiana e intensa relación con el Señor, que siempre lo ha sostenido con su gracia.

La mística no lo ha alejado de la realidad, por el contrario, le dio la fuerza para vivir cada día para Cristo y para construir la Iglesia hasta el fin del mundo en ese momento. La unión con Dios no aleja del mundo, sino que nos da la fuerza para permanecer de tal modo, que se pueda hacer lo que se debe hacer en el mundo. Incluso en nuestra vida de oración podemos, por lo tanto, tener momentos de especial intensidad, en los cuales quizás, sintamos más viva la presencia del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad en la relación con Dios, especialmente en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Solo si estamos aferrados al amor de Cristo, estaremos en grado hacer frente a cualquier adversidad como Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos fortalece (cf. Flp. 4,13). Así que, en la medida de que damos espacio a la oración, más veremos que nuestra vida cambiará y será animada por la fuerza concreta del amor de Dios.

Es lo que sucedió, por ejemplo, con la beata Madre Teresa de Calcuta, que en la contemplación de Jesús y, precisamente, también en tiempos de larga aridez encontraba la razón última y la fuerza increíble para reconocerlo en los pobres y en los abandonados, a pesar de su frágil figura. La contemplación de Cristo en nuestras vidas nos es ajena --como lo he dicho--, de la realidad, sino más bien nos vuelve aún más partícipes de la experiencia humana, porque el Señor, atrayéndonos a sí en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a cada hermano en su amor. Gracias.

Benedicto XVI: "La Iglesia nace de la oración del Corazón de Jesús"


Palabras del Papa en 
la audiencia general

Queridos amigos y hermanos del blog: la audiencia general del pasado miércoles tuvo lugar a las 10,30 en el Aula Pablo VI, donde Benedicto XVI se encontró con grupos de fieles y peregrinos provenientes de Italia y del mundo. En su discurso, el papa centró su meditación en la “Oración sacerdotal” de Jesús, en la Última Cena. Ofrecemos las palabras textuales del Santo Padre:

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17,1-26). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración 'sacerdotal' de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su 'paso' [pascua] hacia el Padre donde es “consagrado” enteramente al Padre" (n. 2747).

Esta oración de Jesús es entendida en su extrema riqueza, sobre todo si colocamos como fondo la fiesta judía de la expiación, el Yom Kippur. Ese día, el sumo sacerdote hace primero la expiación por sí mismo, luego por la clase sacerdotal, y finalmente por todo el pueblo. El objetivo es devolverle al pueblo de Israel, después de los pecados de un año, la conciencia de la reconciliación con Dios, la conciencia de ser el pueblo elegido, "pueblo santo" en medio de otros pueblos. La oración de Jesús en el capítulo 17 del Evangelio según San Juan, está basada en la estructura de esta fiesta. Aquella noche, Jesús se dirige al Padre en el momento en que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, ora por él mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en Él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17,20).

La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de la propia "elevación" en su "hora". En realidad, es más una declaración de plena disposición a entrar, libre y generosamente, en el diseño de Dios Padre que se cumple al ser entregado, y en la muerte y resurrección. La "hora" se inició con la traición de Jesús (cf. Jn 13,31) y culminará con la subida de Jesús resucitado al Padre (Jn 20,17). La salida de Judas del cenáculo es comentada por Jesús con estas palabras:“Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él”(Jn 13,31). No es casual que comience la oración sacerdotal diciendo: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti" (Jn 17,1). La glorificación que Jesús pide para sí mismo como Sumo Sacerdote, es la entrada en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lleva a la más plena condición filial: "Y ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese"(Juan 17,5). Es esta disponibilidad y esta petición es el primer acto del nuevo sacerdocio de Jesús, que es un donarse por completo en la cruz, y justamente sobre la cruz --el supremo acto de amor--, Él es glorificado, porque el amor es la verdadera gloria, la gloria divina.

El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que estaban con Él. Son aquellos de los que Jesús puede decir al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra" (Jn 17,6). "Manifestar el nombre de Dios a los hombres" es el resultado de una nueva presencia del Padre en medio de la gente, de la humanidad. Este "manifestar" no es sólo una palabra, sino que es realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre --su presencia entre nosotros, el ser uno de nosotros--, se "ha realizado". Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús, Dios entra en la carne humana, se hace cercano en modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús hace en su Pascua de muerte y resurrección.

En el centro de esta oración de intercesión y de expiación a favor de los discípulos está la petición de consagración; Jesús dice al Padre: "Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17,16-19). Me pregunto: ¿Qué significa "consagrar" en este caso? Sobre todo debemos decir que "Consagrado" o "Santo", en propiedad sólo es Dios. Entonces consagrar quiere decir transferir una realidad --una persona o cosa--, a la propiedad de Dios. Y en esto están presentes dos aspectos complementarios: por una parte quitar las cosas corrientes, segregar, "apartar" la vida personal del hombre para ser donados totalmente a Dios; y por otra, esta segregación, esta transferencia a la esfera de Dios, tiene el significado propio de “envío”, de misión: precisamente porque entregada a Dios, la realidad, la persona consagrada existe "para" los otros, es donada a los otros. Darse a Dios significa no vivir más para sí, sino para todos. Y es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios en vista de una tarea y, como tal, está a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, ser entregado a Dios para estar así en misión para todos. En la tarde de la Pascua, el Resucitado, apareciéndose a sus discípulos, les dice: "¡La paz con vosotros! Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).

El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada al final de los tiempos. En ella, Jesús se dirige al Padre para interceder a favor de todos aquellos que serán llevados a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles, y continuada en la historia: "No ruego solo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí". Jesús ora por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros (Jn 17,20). El Catecismo de la Iglesia Católica dice: “Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la Hora de Jesús llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación” (No. 2749).

La petición central de la oración sacerdotal de Jesús, dedicada a sus discípulos de todos los tiempos, es aquella de la futura unidad de todos los que creerán en Él. Tal unidad no es un producto mundano. Proviene exclusivamente de la unidad divina y viene a nosotros del Padre mediante el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que viene del cielo, y que tiene su efecto --real y perceptible-- en la tierra. Ora “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de los cristianos, por un lado, es una realidad oculta en el corazón de las personas que creen. Pero al mismo tiempo, esta debe aparecer claramente en la historia, debe aparecer para que el mundo crea, tiene un propósito muy práctico y concreto y debe aparecer para que todos sean realmente uno. La unidad de los futuros discípulos, siendo unidad con Jesús --que el Padre ha enviado al mundo--, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.

"Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se realiza la institución de la Iglesia... Propiamente aquí, en la última cena, Jesús crea la Iglesia. Por qué, ¿qué otra cosa es la Iglesia, si no la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se implica en la misión de Jesús para salvar al mundo, conduciéndolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia. La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es sólo de palabra: es la acción por la que Él se "consagra" a sí mismo, es decir, se "sacrifica" para la vida del mundo (cfr. Gesù di Nazaret, II, 117s).

Jesús ora para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y mantenida, la Iglesia puede caminar “en el mundo” sin ser "del mundo" (cf. Jn 17,16) y vivir la misión confiada a ella para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces, en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: llevar al "mundo" fuera de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, fuera del pecado, a fin de que vuelva a ser el mundo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, hemos tomado algunos elementos de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que les invito a leer y meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor y nos enseñe a orar. También nosotros, por ello, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, más de lleno, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle ser "consagrados" a Él, pertenecerle cada vez más, para poder amar cada vez más a los otros, cercanos y lejanos; pidámosle ser siempre capaces de abrir nuestra oración a la amplitud del mundo, no cerrándola en la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando delante del Señor a nuestro prójimo, aprendiendo la belleza de interceder por los demás; le pedimos el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo --la hemos invocado con fuerza en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos--, recemos para estar siempre dispuestos a responder a cualquiera que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15). Gracias.

Benedicto XVI: “Jesús es nuestro maestro de oración”


CATEQUESIS DEL PAPA: “Jesús es nuestro maestro de oración”


Queridos amigos y hermanos del blog: a continuación les ofrezco la catequesis que el Santo Padre Benedicto XVI ha realizado ayer al dirigirse a los fieles congregados para la audiencia de los miércoles, provenientes de Italia y de todas las partes del mundo. La catequesis continúa el ciclo de la oración.

Queridos hermanos y hermanas, en las últimas catequesis hemos reflexionado sobre algunos ejemplos de oración en el Antiguo Testamento, hoy comenzamos a mirar a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que irriga la existencia, las relaciones, los gestos y que lo guía, con progresiva firmeza, al don total de sí mismo, según el proyecto de amor de Dios Padre. Él es el maestro también de nuestra oración, incluso Él es el apoyo activo y fraternal de nuestro dirigirnos al Padre. Verdaderamente, como resume un título del Compendio del Catecismo de la Iglesia: “la oración se revela y actúa plenamente en Jesús” (541-547). A Él nos vamos a referir en las próximas catequesis. Un momento particularmente significativo de su camino es la oración que sigue al Bautismo al que se somete en el río Jordán. El evangelista Lucas dice que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el pueblo, el bautismo por mano de Juan el Bautista, entra en una oración muy personal y prolongada.

Escribe: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 21-22). Es este “mientras estaba orando”, en diálogo con el Padre, lo que ilumina la acción que ha realizado junto a tantos otros de su pueblo que habían llegado a la orilla del Jordán. Rezar le da a su gesto, el Bautismo, un trato exclusivo y personal. El Bautista había hecho un fuerte llamamiento a vivir plenamente como “hijos de Abraham”, convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de este cambio (cfr Lc 3,7-9). Y un gran número de israelitas se movió, como recuerda el evangelista Marcos, que escribe: “Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados” (Mc 1,5). El Bautista aportaba algo realmente nuevo: someterse al Bautismo debía marcar un cambio determinante, dejar una conducta ligada al pecado e iniciar una vida nueva. 

También Jesús acepta esta invitación, entre en la gris multitud de los pecadores que esperan en la orilla del Jordán. También a nosotros, como a los primeros cristianos, nos surge esta pregunta: ¿por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? Él no había pecado, no tenía necesidad de convertirse. Entonces ¿por qué realizar este gesto? El Evangelista Mateo describe el estupor del Bautista que afirma: “Juan se resistía, diciéndole: 'Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!'” (Mt 3,14) y la respuesta de Jesús: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo” (v.15). El sentido de la palabra “justicia” en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios. Jesús muestra su cercanía a la parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista, reconoce como insuficiente el considerarse sencillamente hijos de Abraham, sino que quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza ofrecida por Dios en Abraham.

Entrando entonces en el río Jordán, Jesús, sin pecado, hace visible su solidaridad con los que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambian de vida; hace comprensible que formar parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una óptica de novedad de vida, de vida según Dios. En este gesto, Jesús anticipa la cruz, da comienzo a su actividad tomando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de la humanidad entera, cumpliendo la voluntad del Padre.

Recogiéndose en oración, Jesús muestra el íntimo vínculo con el Padre que está en los Cielos, experimenta su paternidad, asume la belleza exigente de su amor, y en el coloquio con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan en el Cielo (cfr Lc 3,22), hay un anticipo del misterio pascual, de la cruz y de la resurrección. La voz divina le define como: “Mi Hijo, el amado”, recordando a Isaac, el amadísimo hijo que el padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según la orden de Dios (cfr Gen 22,1-14). Jesús no es solo el Hijo de David, descendiente mesiánico real, o el Siervo en el que Dios se complace, sino que es el Hijo unigénito, el amado, igual que Isaac, que Dios Padre entrega para la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la Paternidad de Dios (cfr Lc 3,22b), desciende el Espíritu Santo (cfr Lc 3,22a), que lo guía en su misión y que Él difundirá después de haber sido levantado en la cruz (cfr Jn 1,32-34; 7,37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un ininterrumpido contacto con el Padre para realizar hasta el final el proyecto de amor para los hombres. 

Sobre el trasfondo de esta extraordinaria oración, está la entera existencia de Jesús vivida en una familia profundamente ligada con la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo demuestran las referencias que encontramos en los Evangelios: su circuncisión (cfr Lc 2,21) y la presentación en el templo (cfr Lc 2,22-24), así como la educación y la formación en Nazareth, en la Santa Casa (cfr Lc 2,39-40 y 2,51-52). Se trata de “casi treinta años” (Lc 3, 23), un largo tiempo de vida escondida, aunque con experiencias de participación en momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a Jerusalén (cfr Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús que, a los doce años de edad, va al templo y se sienta a enseñar a los maestros (cfr Lc 2,42-52), el evangelista Lucas deja entrever que Jesús, quien reza después del bautismo del Jordán, tiene una larga costumbre de oración íntima con Dios Padre, radicada en las tradiciones, en el estilo de vida de su familia, en las experiencias decisivas vividas en ella. La repuesta del niño de doce años a José y a María indica ya esta filiación divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: “¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2,49).

Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación contante, habitual con el Padre; y, en esta unión íntima con Él, da el paso de su vida escondida de Nazaret a su ministerio público. La enseñanza de Jesús sobre la oración viene, seguramente, de su forma de rezar adquirida en familia, pero que tiene su origen profundo y esencial en el hecho de ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre. El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica --respondiendo a la pregunta: ¿de quién aprendió Jesús a rezar?, dice- “Jesús, según su corazón de hombre, aprendió a rezar de su Madre y de la tradición hebrea. Pero su oración surge de una fuente más secreta, ya que es el Hijo eterno de Dios que, en su santa humanidad, dirige a su Padre la oración filial perfecta” (541). En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se colocan siempre en la encrucijada entre la inserción en la tradición de su pueblo, y la novedad de una relación personal y única con Dios. “El lugar desierto” (cfr Mc 1,35; Lc 5,16) al que a menudo se retira, “el monte” donde sube a rezar (cfr Lc 6,12; 9,28), “la noche” que le permite la soledad (cfr Mc 1,35; 6,46-47; Lc 6,12), recuerdan momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, indicando así la continuidad de su proyecto salvífico. Al mismo tiempo, marcan momentos de particular importancia para Jesús, que conscientemente acepta este plan, plenamente fiel a la voluntad del Padre.También en nuestra oración debemos aprender, cada vez más, a entrar en la historia de salvación donde Jesús es el culmen, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a Él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor para nosotros. La oración de Jesús toca todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la bloquean.

Los Evangelios, incluso, dejan traslucir, una costumbre de Jesús de pasar en oración parte de la noche. El evangelista Marcos relata una de estas noches, después de la pesada jornada de la multiplicación de los panes, y escribe: “En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra” (Mc 6,45-47). Cuando las decisiones se convierten en algo urgente y complejo, su oración se hace cada vez más larga e intensa. En la inminente elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, Lucas destaca la duración de la oración preparatoria de Jesús: “En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles” (Lc 6,12-13).

Observando la oración de Jesús, deben surgirnos diversas preguntas: ¿Cómo rezo yo?¿Cómo rezamos nosotros?¿Qué tiempo dedicamos a la relación con Dios? ¿Es suficiente la educación y formación a la oración actualmente? ¿Quién nos puede enseñar? En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la lectura orante de las Sagradas Escrituras. Recogiendo todos los aspectos que surgieron en la Asamblea del Sínodo de los Obispos, destaqué particularmente la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el Señor que habla, es un arte que se aprende practicándolo con constancia. Ciertamente, la oración es un don que exige, sin embargo, el ser acogido; es una obra de Dios, pero que exige compromiso y continuidad por nuestra parte, sobre todo la continuidad y la constancia son importantes. Justo la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se profundiza en un prolongado y fiel servicio, hasta el Huerto de los Olivos y la Cruz.

Hoy los cristianos estamos llamados a ser testigos de la oración, porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva el encuentro con Dios. Que en la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podamos abrir las ventanas hacia el Cielo de Dios. Incluso en el recorrido del camino de la oración, sin consideraciones humanas, que podamos ayudar a otros a recorrerlo: también para la oración cristiana es verdad que, caminando, se abren caminos. Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea intermitente, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús. Y pidámosle que podamos comunicar a las personas que están cerca de nosotros, a los que nos encontramos por las calles, la alegría del encuentro con el Señor, luz de nuestra existencia. Gracias.