quarta-feira, 26 de setembro de 2012

Benedict XVI : The Liturgy is the school of prayer where God Himself teaches us to pray.

“La correcta opción del Concilio”: el Papa habla sobre la Sacrosanctum Concilium

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En la audiencia general que, como cada miércoles, se celebró hoy en el Vaticano, el Papa Benedicto XVI, prosiguiendo la serie de catequesis sobre la oración, se refirió a la Liturgia y, en particular, a la Constitución Sacrosanctum Concilium, el primer documento aprobado por los padres conciliares el 4 de diciembre de 1963. Ofrecemos nuestra traducción de amplios pasajes de la catequesis papal.
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[…] A este punto, después de una larga serie de catequesis sobre la oración en la Escritura, podemos preguntarnos: ¿cómo puedo dejarme formar por el Espíritu Santo y así ser capaz de entrar en la atmósfera de Dios, de orar con Dios? ¿Cuál es esta escuela en la que Él me enseña a rezar, viene en ayuda de mi dificultad en dirigirme de modo correcto a Dios?

La primera escuela para la oración - lo hemos visto en estas semanas – es la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura. La Sagrada Escritura es un permanente diálogo entre Dios y el hombre, un diálogo progresivo en el cual Dios se muestra cada vez más cercano, en el cual podemos conocer cada vez mejor su rostro, su voz, su ser; y el hombre aprende a aceptar, a conocer a Dios, a hablar con Dios. Por lo tanto, en estas semanas, leyendo la Sagrada Escritura, hemos buscado, desde la Escritura, por este diálogo permanente, aprender cómo podemos entrar en contacto con Dios.

Hay todavía otro precioso “espacio”, otra preciosa “fuente” para crecer en la oración, una fuente de agua viva en estrechísima relación con la precedente. Me refiero a la liturgia, que es un ámbito privilegiado en el que Dios habla a cada uno de nosotros, aquí y ahora, y espera nuestra respuesta.

¿Qué es la liturgia? Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica – subsidio siempre precioso, diría indispensable – podemos leer que originariamente la palabra “liturgia” significa “servicio por parte del pueblo y a favor del pueblo” (n. 1069). Si la teología cristiana tomó este vocablo del mundo griego, lo hizo obviamente pensando en el nuevo Pueblo de Dios nacido de Cristo que ha abierto sus brazos en la Cruz para unir a los hombres en la paz del único Dios. “Servicio a favor del pueblo”, un pueblo que no existe por sí mismo sino que se ha formado gracias al Misterio Pascual de Jesucristo. […]

El Catecismo indica además que “en la tradición cristiana (la palabra `liturgia´) quiere significar que el Pueblo de Dios participa en la obra de Dios” (n. 1069), porque el pueblo de Dios como tal existe sólo por obra de Dios.

Esto nos lo ha recordado el desarrollo mismo del Concilio Vaticano II, que comenzó sus trabajos, cincuenta años atrás, con la discusión del esquema sobre la Sagrada Liturgia, aprobado luego solemnemente el 4 de diciembre de 1963, el primer texto aprobado por el Concilio. Que el documento sobre la liturgia fuese el primer resultado de la asamblea conciliar tal vez por algunos fue considerado una casualidad. Entre muchos proyectos, el texto sobre la sagrada liturgia pareció ser el menos controvertido y, precisamente por esto, capaz de constituir una especie de ejercicio para aprender la metodología del trabajo conciliar.

Pero, sin ninguna duda, lo que a primera vista puede parecer una casualidad, se ha demostrado la opción más correcta, también a partir de la jerarquía de los temas y de las tareas más importantes de la Iglesia. Comenzando, de hecho, con el tema de la “liturgia”, el Concilio puso de relieve de modo muy claro el primado de Dios, su prioridad absoluta. En primer lugar Dios: precisamente esto nos dice la opción conciliar de partir de la liturgia. Donde la mirada sobre Dios no es determinante, toda otra cosa pierde su orientación. El criterio fundamental para la liturgia es su orientación a Dios, para poder así participar en su misma obra.

Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿cuál es esta obra de Dios a la cual estamos llamados a participar? La respuesta que nos ofrece la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia es aparentemente doble. En el numero 5 nos indicia, de hecho, que la obra de Dios son las acciones históricas que nos llevan a la salvación, culminante en la Muerte y Resurrección de Jesucristo; pero en el número 7, la misma Constitución define precisamente la celebración de la liturgia como “obra de Cristo”. En realidad, estos dos significados están inseparablemente vinculados. Si nos preguntamos quién salva al mundo y al hombre, la única respuesta es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, Crucificado y Resucitado. ¿Y dónde se hace actual para nosotros, para mí hoy, el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, que trae la salvación? La respuesta es: en la acción de Cristo a través de la Iglesia, en la liturgia, en particular en el Sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial del Hijo de Dios, que nos ha redimido; en el Sacramento de la Reconciliación, en el que se pasa de la muerte del pecado a la vida nueva; y en los otros actos sacramentales que nos santifican (cfr. Presbyterorum ordinis, 5). Así, el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo es el centro de la teología litúrgica del Concilio.

Hagamos otro breve paso y preguntémonos: ¿de qué modo se hace posible esta actualización del Misterio Pascual de Cristo? El beato Papa Juan Pablo II, a 25 años de la Constitución Sacrosanctum Concilium, escribió: “Para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas. La Liturgia es, por consiguiente, el «lugar» privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien El envió, Jesucristo (cf. Jn 17, 3)” (Vicesimus quintus annus, n.7). En la misma línea, leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica así: “Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras” (n. 1153).

Por lo tanto, la primera exigencia para una buena celebración litúrgica es que sea oración, diálogo con Dios, en primer lugar escucha y luego respuesta. San Benito, en su Regla, hablando de la oración de los salmos, indica a los monjes: mens concordet vocis, “la mente concuerde con la voz”. El Santo enseña que en la oración de los Salmos las palabras deben preceder a nuestra mente. Habitualmente no ocurre así, primero debemos pensar y luego, cuando hemos pensando, se convierte en palabra. Aquí, en cambio, en la liturgia, es al revés: la palabra precede. Dios nos ha dado la palabra y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; nosotros debemos entrar en el interior de las palabras, en su significado, acogerlas en nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; así nos convertimos en hijos de Dios, similares a Dios.

Como recuerda la Sacrosanctum Concilium, para asegurar la plena eficacia de la celebración “es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano” (n.11). Elemento fundamental, primario, del diálogo con Dios en la liturgia es la concordancia entre lo que decimos con los labios y lo que llevamos en el corazón. Entrando en las palabras de la gran historia de la oración nosotros mismos somos conformados al espíritu de estas palabras y nos hacemos capaces de hablar con Dios.

En esta línea, quisiera hacer referencia sólo a uno de los momentos que, durante la misma liturgia, nos llama y nos ayuda a encontrar esta concordancia, este conformarnos a lo que escuchamos, decimos y hacemos en la celebración de la liturgia. Me refiero a la invitación que formula el celebrante antes de la Plegaria Eucarística: “Sursum corda”, levantemos nuestros corazones por sobre la maraña de nuestras preocupaciones, nuestros deseos, nuestras angustias, nuestra distracción.

Nuestro corazón, lo íntimo de nosotros mismos, debe abrirse dócilmente a la Palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las palabras mismas que escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse hacia el Señor, que está en medio de nosotros: es una disposición fundamental.

Cuando vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón es como sustraído a la fuerza de gravedad, que lo impulsa hacia abajo, y se eleva interiormente hacia lo alto, hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar” (n. 2655): altare Dei est cor nostrum.

Queridos amigos, celebramos y vivimos bien la liturgia sólo si permanecemos en actitud orante, no si queremos “hacer algo”, hacernos ver o actuar, sino si orientamos nuestro corazón a Dios y estamos en actitud de oración uniéndonos al Misterio de Cristo y a su diálogo de Hijo con el Padre. Dios mismo nos enseña a rezar, afirma San Pablo. Él mismo nos ha dado las palabras adecuadas para dirigirnos a Él, palabras que encontramos en el Salterio, en las grandes oraciones de la sagrada liturgia y en la misma Celebración eucarística. Pidamos al Señor ser cada día más conscientes del hecho de que la Liturgia es acción de Dios y del hombre; oración que brota del Espíritu Santo y de nosotros, interiormente dirigida al Padre, en unión con el Hijo de Dios hecho hombre (cfr. Catecismo dela Iglesia Católica, n. 2564).
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The Liturgy is the school of prayer where God Himself teaches us to pray. But in order to celebrate the Liturgy well, to really experience the re-enactment of Christ’s Paschal Mystery we must make our hearts God’s Altar and understand that the Liturgy is the action of God and of man, as the Second Vatican Council teaches us. Emer McCarthy reports:
In his latest instalment in his cycle on the School of Prayer, Pope Benedict XVI dedicated his Wednesday audience to prayer and the liturgy.
Below a Vatican Radio translation of the Holy Father’s catechesis:
Dear Brothers and Sisters,
in recent months we have made a journey in the light of the Word of God, to learn to pray in a more authentic way by looking at some great figures in the Old Testament, the Psalms, the Letters of St. Paul and the Book of Revelation, but also looking at unique and fundamental experience of Jesus in his relationship with the Heavenly Father. In fact, only in Christ, is man enabled to unite himself to God with the depth and intimacy of a child before a father who loves him, only in Him can we turn in all truth to God and lovingly call Him “Abba! ! Father. ” Like the Apostles, we too have repeated and we still repeat to Jesus, “Lord, teach us to pray” (Lk 11:1).
In addition, in order to live our personal relationship with God more intensely, we have learned to invoke the Holy Spirit, the first gift of the Risen Christ to believers, because it is he who “comes to the aid of our weakness; for we do not know how to pray as we ought,”(Romans 8:26).
At this point we can ask: how can I allow myself to be formed by the Holy Spirit? What is the school in which he teaches me to pray and helps me in my difficulties to turn to God in the right way? The first school of prayer which we have covered in the last few weeks is the Word of God, Sacred Scripture, Sacred Scripture in permanent dialogue between God and man, an ongoing dialogue in which God reveals Himself ever closer to us. We can better familiarize ourselves with his face, his voice, his being and the man learns to accept and to know God, to talk to God. So in recent weeks, reading Sacred Scripture, we looked for this ongoing dialogue in Scripture to learn how we can enter into contact with God.
There is another precious “space”, another valuable “source” to grow in prayer, a source of living water in close relation with the previous one. I refer to the liturgy, which is a privileged area in which God speaks to each of us, here and now, and awaits our response.
What is the liturgy? If we open the Catechism of the Catholic Church – an always valuable and indispensable aid especially in the Year of Faith, which is about to begin – we read that originally the word “liturgy” means ” service in the name of/on behalf of the people” (No. 1069) . If Christian theology took this word from the Greek world, it did so obviously thinking of the new People of God born from Christ opened his arms on the Cross to unite people in the peace of the one God. “service on behalf of the people ” a people that does not exist by itself, but that has been formed through the Paschal Mystery of Jesus Christ. In fact, the People of God does not exist through ties of blood, territory or nation, but is always born from the work of the Son of God and communion with the Father that He obtains for us.
The Catechism also states that “in Christian tradition (the word” liturgy “) means the participation of the People of God in “the work of God.” Because the people of God as such exists only through the action of God.
The very development of the Second Vatican Council reminds us of this. It began its work, fifty years ago, with the discussion of the draft on the Sacred Liturgy, solemnly approved on December 4, 1963, the first text approved by the Council. The fact that document on the liturgy was the first result of the conciliar assembly was perhaps considered by some a chance occurrence. Among the many projects, the text on the sacred liturgy seemed to be the least controversial, and, for this reason, seen as an exercise in the methodology of conciliar work. But without a doubt, what at first glance seemed a chance occurrence, proved to be the right choice, starting from the hierarchy of themes and most important tasks of the Church. By beginning, with the theme of “liturgy” the primacy of God, his absolute priority was clearly brought to light. God before all things: the Council’s choice of starting from the liturgy tells us precisely this. Where God’s gaze is not decisive, everything else loses its direction. The basic criterion for the liturgy is its orientation to God, so that we can share in His work.
But we may ask: what is this work of God that we are called to participate in? The answer offered us by Conciliar Constitution on the sacred liturgy is apparently double. At number 5 it tells us, in fact, that the works of God are His historical actions that bring us salvation, culminating in the death and resurrection of Jesus Christ; but in number 7, the Constitution defines the celebration of the liturgy as “the work of Christ. ” In reality, the two meanings are inseparably linked. If we ask ourselves who saves the world and man, the only answer is Jesus of Nazareth, Lord and Christ, Crucified and Risen. And where does the Mystery of the Death and Resurrection of Christ, that brings salvation it becomes present and real for us, for me today ? The answer is the action of Christ through the Church, in the liturgy, especially in the Sacrament of the Eucharist, which makes real and present this sacrificial offering of the Son of God, who has redeemed us, in the Sacrament of Reconciliation, through which we pass from the death of sin to new life, and in the other sacramental acts that sanctify us (cf. PO 5). Thus, the Paschal Mystery of the Death and Resurrection of Christ is the centre of liturgical theology of the Council.
Let’s take a step further and ask ourselves: how is this re-enactment of the Paschal Mystery of Christ made possible? Blessed John Paul II, 25 years after the Constitution Sacrosanctum Concilium, wrote: ” In order to reenact his Paschal Mystery, Christ is ever present in his Church, especially in liturgical celebrations. (27). Hence the Liturgy is the privileged place for the encounter of Christians with God and the one whom he has sent, Jesus Christ (cf Jn 17:3). “(Vicesimus quintus annus, n. 7). Along the same lines we read in the Catechism of the Catholic Church: ” A sacramental celebration is a meeting of God’s children with their Father, in Christ and the Holy Spirit; this meeting takes the form of a dialogue, through actions and words.” (n. 1153). Therefore, the first requirement for a good liturgical celebration is that both prayer and conversation with God, first listening and then answering. St. Benedict, in his “Rule”, speaking of the prayer of the Psalms, indicates to the monks: mens concordet voci, “may the mind agrees with the voice.” The Saint teaches that the prayer of the Psalms, the words must precede our mind. Usually it does not happen this way, first one has to think and then what we have thought, is converted into speech. Here, however in the liturgy it is the inverse, the words come first. God gave us the Word and the Sacred Liturgy gives us the words, and we must enter into their meaning, welcome them within us, be in harmony with them. Thus we become children of God, similar to God. As noted in the Sacrosanctum Concilium, to ensure the full effectiveness of the celebration ” it is necessary that the faithful come to it with proper dispositions, that their minds should be attuned to their voices, and that they should cooperate with divine grace lest they receive it in vain “(n. 11). The correlation between what we say with our lips and what we carry in our hearts is essential, fundamental, to our dialogue with God in the liturgy.
In this line, I just want to mention one of the moments that, during the liturgy calls us and helps us to find such a correlation, this conforming ourselves to what we hear, say and do in the liturgy. I refer to the invitation the Celebrant formulates before the Eucharistic Prayer: “Sursum corda,” we lift up our hearts outside the tangle of our concerns, our desires, our anxieties, our distraction. Our heart, our intimate selves, must open obediently to the Word of God, and gather in the prayer of the Church, to receive its orientation towards God from the words that it hears and says. The heart’s gaze must go out to the Lord, who is among us: it is a fundamental requirement.
When we experience the liturgy with this basic attitude, it is as if our heart is freed from the force of gravity, which drags it down, and from within rises upwards, towards truth and love, towards God. As the Catechism of the Catholic Church recalls: ” In the sacramental liturgy of the Church, the mission of Christ and of the Holy Spirit proclaims, makes present, and communicates the mystery of salvation, which is continued in the heart that prays. The spiritual writers sometimes compare the heart to an altar. “(No. 2655): altare Dei est cor nostrum.
Dear friends, we celebrate and live the liturgy well only if we remain in an attitude of prayer, united to the Mystery of Christ and his dialogue as the Son with the Father. God Himself teaches us to pray, as St. Paul writes (cf. Rom 8:26). He Himself has given us the right words to hear to Him, words that we find in the Psalter, in the great prayers of the liturgy and in the same Eucharistic celebration. We pray to the Lord to be ever more aware of the fact that the liturgy is the action of God and man; prayer that rises from the Holy Spirit and ourselves, wholly directed to the Father, in union with the Son of God made man (cf. Catechism the Catholic Church, n. 2564).

BENEDETTO XVI:La Liturgia, scuola di preghiera: il Signore stesso ci insegna a pregare


CATECHESI DEL SANTO PADRE: AUDIO INTEGRALE DI RADIO VATICANA
UDIENZA GENERALE: VIDEO INTEGRALE

La Liturgia, scuola di preghiera: il Signore stesso ci insegna a pregare

Cari fratelli e sorelle,

in questi mesi abbiamo compiuto un cammino alla luce della Parola di Dio, per imparare a pregare in modo sempre più autentico guardando ad alcune grandi figure dell’Antico Testamento, ai Salmi, alle Lettere di san Paolo e all’Apocalisse, ma soprattutto guardando all’esperienza unica e fondamentale di Gesù, nel suo rapporto con il Padre celeste.
In realtà, solo in Cristo l’uomo è reso capace di unirsi a Dio con la profondità e la intimità di un figlio nei confronti di un padre che lo ama, solo in Lui noi possiamo rivolgerci in tutta verità a Dio chiamandolo con affetto “Abbà! Padre!”. Come gli Apostoli, anche noi abbiamo ripetuto in queste settimane e ripetiamo a Gesù oggi: «Signore, insegnaci a pregare» (Lc 11,1).
Inoltre, per apprendere a vivere ancora più intensamente la relazione personale con Dio abbiamo imparato a invocare lo Spirito Santo, primo dono del Risorto ai credenti, perché è Lui che «viene in aiuto alla nostra debolezza: da noi non sappiamo come pregare in modo conveniente» (Rm 8,26), dice san Paolo, e noi sappiamo come abbia ragione.
A questo punto, dopo una lunga serie di catechesi sulla preghiera nella Scrittura, possiamo domandarci: come posso io lasciarmi formare dallo Spirito Santo e così divenire capace di entrare nell'atmosfera di Dio, di pregare con Dio? Qual è questa scuola nella quale Egli mi insegna a pregare, viene in aiuto alla mia fatica di rivolgermi in modo giusto a Dio?
La prima scuola per la preghiera - lo abbiamo visto in queste settimane - è la Parola di Dio, la Sacra Scrittura. La Sacra Scrittura è un permanente dialogo tra Dio e l'uomo, un dialogo progressivo nel quale Dio si mostra sempre più vicino, nel quale possiamo conoscere sempre meglio il suo volto, la sua voce, il suo essere; e l'uomo impara ad accettare di conoscere Dio, a parlare con Dio. Quindi, in queste settimane, leggendo la Sacra Scrittura, abbiamo cercato, dalla Scrittura, da questo dialogo permanente, di imparare come possiamo entrare in contatto con Dio.
C’è ancora un altro prezioso «spazio», un’altra preziosa «fonte» per crescere nella preghiera, una sorgente di acqua viva in strettissima relazione con la precedente. Mi riferisco alla liturgia, che è un ambito privilegiato nel quale Dio parla a ciascuno di noi, qui ed ora, e attende la nostra risposta.
Che cos’è la liturgia? Se apriamo il Catechismo della Chiesa Cattolica - sussidio sempre prezioso, direi indispensabile – possiamo leggere che originariamente la parola «liturgia» significa «servizio da parte del popolo e in favore del popolo» (n. 1069). Se la teologia cristiana prese questo vocabolo del mondo greco, lo fece ovviamente pensando al nuovo Popolo di Dio nato da Cristo che ha aperto le sue braccia sulla Croce per unire gli uomini nella pace dell’unico Dio. «Servizio in favore del popolo», un popolo che non esiste da sé, ma che si è formato grazie al Mistero Pasquale di Gesù Cristo. Di fatto, il Popolo di Dio non esiste per legami di sangue, di territorio, di nazione, ma nasce sempre dall’opera del Figlio di Dio e dalla comunione con il Padre che Egli ci ottiene.
Il Catechismo indica inoltre che «nella tradizione cristiana (la parola “liturgia”) vuole significare che il Popolo di Dio partecipa all’opera di Dio» (n. 1069), perché il popolo di Dio come tale esiste solo per opera di Dio.
Questo ce lo ha ricordato lo sviluppo stesso del Concilio Vaticano II, che iniziò i suoi lavori, cinquant’anni orsono, con la discussione dello schema sulla sacra liturgia, approvato poi solennemente il 4 dicembre del 1963, il primo testo approvato dal Concilio.
Che il documento sulla liturgia fosse il primo risultato dell’assemblea conciliare forse fu ritenuto da alcuni un caso. Tra tanti progetti, il testo sulla sacra liturgia sembrò essere quello meno controverso, e, proprio per questo, capace di costituire come una specie di esercizio per apprendere la metodologia del lavoro conciliare.
Ma senza alcun dubbio, ciò che a prima vista può sembrare un caso, si è dimostrata la scelta più giusta, anche a partire dalla gerarchia dei temi e dei compiti più importanti della Chiesa. Iniziando, infatti, con il tema della «liturgia» il Concilio mise in luce in modo molto chiaro il primato di Dio, la sua priorità assoluta. Prima di tutto Dio: proprio questo ci dice la scelta conciliare di partire dalla liturgia. Dove lo sguardo su Dio non è determinante, ogni altra cosa perde il suo orientamento. Il criterio fondamentale per la liturgia è il suo orientamento a Dio, per poter così partecipare alla sua stessa opera.
Però possiamo chiederci: qual è questa opera di Dio alla quale siamo chiamati a partecipare? La risposta che ci offre la Costituzione conciliare sulla sacra liturgia è apparentemente doppia. Al numero 5 ci indica, infatti, che l’opera di Dio sono le sue azioni storiche che ci portano la salvezza, culminate nella Morte e Risurrezione di Gesù Cristo; ma al numero 7 la stessa Costituzione definisce proprio la celebrazione della liturgia come «opera di Cristo». In realtà questi due significati sono inseparabilmente legati. Se ci chiediamo chi salva il mondo e l’uomo, l’unica risposta è: Gesù di Nazaret, Signore e Cristo, crocifisso e risorto. E dove si rende attuale per noi, per me oggi il Mistero della Morte e Risurrezione di Cristo, che porta la salvezza? La risposta è: nell’azione di Cristo attraverso la Chiesa, nella liturgia, in particolare nel Sacramento dell’Eucaristia, che rende presente l’offerta sacrificale del Figlio di Dio, che ci ha redenti; nel Sacramento della Riconciliazione, in cui si passa dalla morte del peccato alla vita nuova; e negli altri atti sacramentali che ci santificano (cfr Presbyterorum ordinis, 5). Così, il Mistero Pasquale della Morte e Risurrezione di Cristo è il centro della teologia liturgica del Concilio.
Facciamo un altro passo in avanti e chiediamoci: in che modo si rende possibile questa attualizzazione del Mistero Pasquale di Cristo? Il beato Papa Giovanni Paolo II, a 25 anni dalla Costituzione Sacrosanctum Concilium, scrisse: «Per attualizzare il suo Mistero Pasquale, Cristo è sempre presente nella sua Chiesa, soprattutto nelle azioni liturgiche. La liturgia è, di conseguenza, il luogo privilegiato dell’incontro dei cristiani con Dio e con colui che Egli inviò, Gesù Cristo (cfr Gv 17,3)» (Vicesimus quintus annus, n. 7).
Sulla stessa linea, leggiamo nel Catechismo della Chiesa Cattolica così: «Ogni celebrazione sacramentale è un incontro dei figli di Dio con il loro Padre, in Cristo e nello Spirito Santo, e tale incontro si esprime come un dialogo, attraverso azioni e parole» (n. 1153).
Pertanto la prima esigenza per una buona celebrazione liturgica è che sia preghiera, colloquio con Dio, anzitutto ascolto e quindi risposta. San Benedetto, nella sua «Regola», parlando della preghiera dei Salmi, indica ai monaci: mens concordet voci, « la mente concordi con la voce». Il Santo insegna che nella preghiera dei Salmi le parole devono precedere la nostra mente.
Abitualmente non avviene così, prima dobbiamo pensare e poi quanto abbiamo pensato si converte in parola. Qui invece, nella liturgia, è l'inverso, la parola precede. Dio ci ha dato la parola e la sacra liturgia ci offre le parole; noi dobbiamo entrare all'interno delle parole, nel loro significato, accoglierle in noi, metterci noi in sintonia con queste parole; così diventiamo figli di Dio, simili a Dio. Come ricorda la Sacrosanctum Concilium, per assicurare la piena efficacia della celebrazione «è necessario che i fedeli si accostino alla sacra liturgia con retta disposizione di animo, pongano la propria anima in consonanza con la propria voce e collaborino con la divina grazia per non riceverla invano» (n. 11). Elemento fondamentale, primario, del dialogo con Dio nella liturgia, è la concordanza tra ciò che diciamo con le labbra e ciò che portiamo nel cuore. Entrando nelle parole della grande storia della preghiera noi stessi siamo conformati allo spirito di queste parole e diventiamo capaci di parlare con Dio.
In questa linea, vorrei solo accennare ad uno dei momenti che, durante la stessa liturgia, ci chiama e ci aiuta a trovare tale concordanza, questo conformarci a ciò che ascoltiamo, diciamo e facciamo nella celebrazione della liturgia. Mi riferisco all’invito che formula il Celebrante prima della Preghiera Eucaristica: «Sursum corda», innalziamo i nostri cuori al di fuori del groviglio delle nostre preoccupazioni, dei nostri desideri, delle nostre angustie, della nostra distrazione.
Il nostro cuore, l’intimo di noi stessi, deve aprirsi docilmente alla Parola di Dio e raccogliersi nella preghiera della Chiesa, per ricevere il suo orientamento verso Dio dalle parole stesse che ascolta e dice. Lo sguardo del cuore deve dirigersi al Signore, che sta in mezzo a noi: è una disposizione fondamentale.
Quando viviamo la liturgia con questo atteggiamento di fondo, il nostro cuore è come sottratto alla forza di gravità, che lo attrae verso il basso, e si leva interiormente verso l’alto, verso la verità, verso l’amore, verso Dio. Come ricorda il Catechismo della Chiesa Cattolica: «La missione di Cristo e dello Spirito Santo che, nella Liturgia sacramentale della Chiesa, annunzia, attualizza e comunica il Mistero della salvezza, prosegue nel cuore che prega. I Padri della vita spirituale talvolta paragonano il cuore a un altare» (n. 2655): altare Dei est cor nostrum.
Cari amici, celebriamo e viviamo bene la liturgia solo se rimaniamo in atteggiamento orante, non se vogliamo “fare qualcosa”, farci vedere o agire, ma se orientiamo il nostro cuore a Dio e stiamo in atteggiamento di preghiera unendoci al Mistero di Cristo e al suo colloquio di Figlio con il Padre. Dio stesso ci insegna a pregare, afferma san Paolo (cfr Rm 8,26). Egli stesso ci ha dato le parole adeguate per dirigerci a Lui, parole che incontriamo nel Salterio, nelle grandi orazioni della sacra liturgia e nella stessa Celebrazione eucaristica. Preghiamo il Signore di essere ogni giorno più consapevoli del fatto che la Liturgia è azione di Dio e dell’uomo; preghiera che sgorga dallo Spirito Santo e da noi, interamente rivolta al Padre, in unione con il Figlio di Dio fatto uomo (cfr Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 2564). Grazie.

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